JOSÉ JOAQUíN BLANCO
EL CASTIGADOR Y OTROS CUENTOS
EDITORIAL ERA, 2005
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RECONOCIMIENTO:
Las primeras versiones de estos relatos aparecieron, a lo largo de un cuarto de siglo, en Punto de Partida, Nexos, La Jornada, El Nacional, Etcétera, La iguana del ojete y en el suplemento Sábado de Unomásuno. El castigador se publicó como folletín en Sábado en 1992, y al año siguiente dio lugar a la obra de teatro La desgracia del Castigador. Monólogo de tres, dirigida por Jaime López, y a una edición privada de Editorial Quinqué, ilustrada por Ilya de Gortari.
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INDICE
EL CASTIGADOR
LA BÚSQUEDA
EL ESTANQUILLO
LA BONDAD DEL HOMBRE LOBO
EL MANGLAR
MELBA Y LA SUICIDA
BERNAL Y BEATRIZ
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EL CASTIGADOR
A Manuel Fernández Perera
"¡Oh Soberana, te saludamos!... ¡Perra, puta, horror de horrores, te conjuro; te invoco: pesadilla de ojos de pus, hongo podrido, babeante putilla del infierno, diosa!...
Dígnate mirarnos con benevolencia, pues te hemos entregado nuestras mejores ofrendas. Si la ofrenda impura te aplaca, ayúdanos. Si el alimento sórdido te calma, socórrenos, te lo suplicamos. ¡Ayúdala, a ella, a la Despreciada, a la La Que Languidece! Ella gime de amor por un muchacho que no la desea.
¡Ayúdala, como puedas, sea como sea! ¡Yo te conjuro! Atorméntalo en el centro mismo de su carne, al Ingrato, al Que No Quiere, hasta que venga a ella, a buscarla en su propia cama, sin que siquiera él mismo se dé cuenta; suavízale el cuello al muchacho díscolo, cuando ella lo toque con sus manos; deja que ella aplaque sus ansias con el espeso aroma de la juventud del muchacho, por quien suspira!".
THOMAS MANN: José en Egipto, II.
1
YO TAMBIÉN fui joven y galán, sano, deportista. ¿A poco cree que nací así como estoy? Como te ves me vi, como me ves te verás. Así que no me haga esa carota de fuchi, de "ya me cayó el chahuixtle, pinche viejo roñoso: ya vienes otra vez a pegarme tus pulgas". Como me ves te verás. Pues miren nomás a éste, se cree un príncipe, un rey: A ver, mi rey, ¿a qué sabe codearse con los feos, con los chimuelos, los viejos? Y yo ni tan viejo. Y viejos los cerros. Qué cincuentón ni qué las garnachas. Cuarentón nomás.
Este es el verdadero lado de la vida; allá en la juventud sólo se está un ratito. Hay que irse acostumbrando, mi jovenazo, para que luego no sufra tanto. Allá en la juventud sólo se está un ratito y luego se vuelve uno el perro apaleado de siempre. Cada vez más apaleado y cada vez más viejo. Deme un traguito, ándele, no sea díscolo. Al fin y al rato, en unos días, vienen sus padres de usted y lo sacan rapidito de aquí, como en alas de paloma.
No haga cara de asco, jovenazo: no le voy a babear la botella, ni siquiera la chupo. Tomo de a chorrito, mire usted. Un chorrito, así, mi amigo, ¿no que no?, ni salpico ni nada: ¿en qué nos quedamos ayer?
Ah sí, lo de la unidad. Me decían El Castigador. Qué jijo apodo cábula. Pinches cábulas: que porque yo me sentía muy acá con las viejas, muy guapo, muy castigador. Me lo pegaron desde escuinclito, y luego ya ni cómo quitarse el pegoste. Ahora que usted salga, si un día anda por Iztacalco, por las calles de Avena, Resina, Centeno, Chicle, nomás pregunte por el Castigador. Ya verá cómo se acuerdan de mí. Mire, así era yo de chamaco. Tendría yo unos 15 años. Galán, ¿no?, el Castigador. Estaba en la Cohorte de la Juventud Mexicana, una especie de pentatlón, donde uno podía hacer todos los deportes. Más el básket, nada como el básket.
Había una cancha de básket en la Unidad Habitacional Garrido Canabal. Yo no vivía ahí, ¿verdad?, nomás por ahí la giraba. Era de la banda de Los Chacales. Nos pusimos así, "Chacales", para meterles miedo a los cerdos. Y los Chacales nos la pasábamos en la Unidad Habitacional Garrido Canabal. Yo no vivía en la unidad, claro, pero nos querían en la unidad, como que los protegíamos, ¿no? Porque cuando hicieron la Unidad Garrido Canabal todo por ahí eran puros llanos y ciudades perdidas, así les dicen: ¿cuál perdidas, pregunto yo, si ahí están? ¿Cómo se va a perder una ciudad?, ¿no le digo que no hay nadie en sus cabales en este pinche país? Ciudades perdidas: perdidos, mis huevos.
Y la Unidad Garrido Canabal, como eran multifamiliares del gobierno, parecía de puro lujo. Hasta los sacaron en el cine, los usaron en las películas esas, en blanco y negro, de los rebeldes sin causa. Todos los chavos con moto y chamarras de cuero; las chavas con pantalones entallados o faldas de crinolina, y peinados así cortos, con muchos rizos, tiesos, teñidos bien rubios o bien azabache, de salón, con diademas de plástico, así se usaba.
Hace poco se cayó todita la unidad con el temblor. Duró ¿qué? menos de treinta años. Cuando el temblor ya de cualquier manera parecía un vejestorio, se hubiera caído de todos modos. Pero al principio no, fue de las primeras unidades habitacionales bien modernas que se hicieron en México. La inauguró el presidente y se veía toda moderna con sus jardines y su cancha de básket.
Era para puros burócratas y ya ve que todos los burócratas, aunque sean gatos todos se sienten muy padrotes, se sienten muy jefes. Y sentían que la plebe, los cavernícolas, los que vivían antes ahí y se fueron todos ardidos, y los que nomás se hicieron a un lado, iban a asaltarlos. Como si sus pinches departamentitos fueran residencias y sus carcachas cadillacs y mercedes del año.
Entonces los burócratas querían que los Chacales los defendiéramos. Digo, porque no tenían la conciencia tranquila. El gobierno había corrido a la gente que tenía ahí sus casitas o lo que fuera, de palos o de lo que fuera. A los que vivían ahí los corrieron para hacer la unidad, ¿no? Y también corrieron a la gente de los alrededores para que no ensuciaran la vista. Y luego les vendían a los burócratas los departamentos en facilidades. Mil años para pagar. Y los periódicos decían que ni siquiera pagaban, que puros recomendados del gobierno, de los políticos, de los sindicatos.
Entonces a la gente de por ahí, como que la sentían ardida. Aunque los burócratas decían que le estaban haciendo el bien a los pobres, porque les daban trabajo de sirvientas y de plomeros, y les compraban tamales. Pero bueno, je, como que esperaban la venganza de los cavernícolas: que los fueran a asaltar, a desmantelar sus coches. Entonces nos querían mucho a los Chacales y nos dejaban jugar en su cancha de básket y todo. Y el Castigador para acá y el Castigador para allá. No salíamos de la unidad, como estaba nuevecita.
Sobre todo las señoras. Se sentían bien seguras con los Chacales. Los señores eran más mamones, ¿no?, como licenciados, con su traje y su loción y su portafolios. Y los jóvenes de nuestra edad, peor, ésos eran estudiantes: ésos no jugaban básket con nosotros, casi ni jugaban nada, se la pasaban que en el Poli, que en CU, que en lugares más bonitos. Hasta nos veían mal: que éramos vagos. Cuidaban a sus hermanas como si lo tuvieran de oro. Bien apretadas también las hermanas.
Pero las señoras no, que eran las que estaban ahí todo el tiempo, ésas sí querían a los Chacales: ¿para qué tenernos en contra si podían tenernos de su parte? Más vale mal amigo que buen enemigo, ¿no?, como dice el dicho. "Ay, muchachos, no sean así, no digan malas palabras, no se porten mal, si sabemos que en el fondo son buenos; diviértanse, no les decimos que no, pero sanamente". Hasta nos defendían ante sus hijos y sus esposos cuando andábamos de briagos, ¿no?
"Si esos muchachos no son tan malos, a ver, muchachos, ¿verdad que ya no van a andar armando escándalos?". Y nomás por ellas nos portábamos un poco mejor, je, pero no mucho, porque la policía no se metía tanto a la unidad, y entonces era de lo mejor para empedarse o ponerse chido en las noches, dentro de alguna carcacha o de plano de peatón, en la cancha o en los estacionamientos, y hasta les cuidábamos sus coches, y que no entraran cabrones de otro rumbo. Los Chacales siempre en vigilia.
"Nomás no hagan tanto alboroto, muchachos", y les hacíamos talachas, y sacábamos algo de lana, hasta propinas. Y ahí empezó mi desgracia... Primero me dio como risa. Claro que me di cuenta de todo, chavo chavo pero no pendejo. Pero se me hacía cosa de risa. La gorda del E-21 quería con el Castigador. Avorazada. Para todo me estaba mandando llamar.
No que yo fuera un milusos, ni mucho menos. Eso lo aprendí después. Yo no aprendí nada de chico. Todo lo aprendí grande, a palos, los palos de la vida, en la calle, en la cárcel. Anduve de sacristán, de chofer, de garrotero, de maletero, de velador, de vigilante; anduve de comerciante, de obrero; cargué instrumentos de música y anduve en las grabaciones de la tele; fui a dar a la política, en las campañas, y de retache al bote. ¡Lo que no han visto estos ojos, joven Miguel!
El otro día oí en el radio que los niños pobres aprenden mucho de chicos y que se ponen listos para todo, y agarran la mecánica y la plomería, así al vuelo, como geniecitos: puro cuento. Algo de hojalatería sí le aprendí de niño a mi padrino. Acuérdeme luego que le platique algo de mi padrino, jovenazo. Pero lo que hacíamos la familia nomás era vender.
Mi tía Meche era dueña de tres puestos --así juntitos, uno tras otro en la banqueta-- en Jesús María, por la Merced. Pero no de nomás ponerlos y ya, y luego escapar por piernas cuando llega la tira, o te echan la bronca otros puesteros, no, para nada, sino legales. Pagas tu prima y das tu cuenta diaria al mandamás, ¿no? Entonces ni los inspectores ni la policía te hacen nada y nadie te puede quitar de ahí. Y hasta te protegen un poco en caso de bronca, todos se protegen entre todos, ¿no?
Entonces, cuando yo iba en tercero de primaria, aunque todavía tenía cara de bobo, me metió la tía Meche con uno de sus hijos a cuidarle un puesto. Digo, ella atendía uno; otro lo rentaba, y el otro ahora lo atendíamos su hijo Carlos y yo. Así que lo único que aprendí los años que trabajé con ella fue a estar ahí como pendejo, gritando a tanto las gorras, cuando nos tocaba vender gorras; a tanto los guantes, cuando nos tocaba vender guantes; a tanto las calcetas, si nos tocaba vender calcetas. Lo que fuera.
Y a ver si nos podíamos hacer pendejos a los pendejos con el cambio. Iban con prisa y los mareábamos con el cambio, el montón de monedas y los billetes arrugados, "'Ai tá, ái tá, ái ta", y cuando se daban cuenta hacíamos como que ni siquiera nos acordábamos de ellos, "¿Yo qué, conmigo qué, tú qué, cabrón, de parte de quién?", y mejor ya ni querían problemas, se les fruncía el cutis y se iban todos esmirriados, diciendo cosas entre dientes, ora sí que rezándole al Espíritu Santo, y total , ¿a nosotros qué? Ni los conocíamos. "¡Pinche loco. Pinche puto!". Así muchas transas.
Pero luego tuve problemas con mi tía y con mi primo, de plano me traían de su gato, me pagaban una miseria y luego me transaban, ¿no? "¡Qué casualidad que otra vez te faltó dinero, Castigador!", me decían cuando había que hacer la cuenta: "¡Qué se me hace que te lo estás robando, malagradecido! Pero a mí no me vas a ver la cara de tu pendeja, así que me lo pagas de tu semana", y siempre salía yo perdiendo. Ora sí que pagaba por trabajar. Entonces me dijo mi mamá: "Mejor ya no trabajes con tu tía, Castigador --porque a mi mamá también le gustaba decirme Castigador, como que le daba orgullo--, capaz que hasta nos corre de la casa".
Porque vivíamos en su casa de la tía Meche, ¿no? Bueno, no era tan su casa: era una renta congelada de mi padrino, que se murió, y entonces mi tía se puso lista desde que enfermó, y ella y mi mamá lo fueron a cuidar, y le hicieron un bonito sepelio y ya nunca dijimos que mi padrino se había muerto ni nos salimos de la casa de renta congelada y ahí vivíamos todos.
Mi mamá cuidaba la casa porque no era lista para el comercio. Hacía la comida y la limpieza, cuidaba a mis primos chiquitos, ¿no? Entonces dejé el comercio y ya no hice nada. Tendría como catorce años cuando me empecé a juntar con los Chacales. Esa señora del E-21 que le digo, a la que nombraban la señora Geles, empezó a decir: díganle al Castigador que me venga a arreglar la plomería.
2
"OYE Tú, Castigador, ¿que le haces al plomero?". Yo me reía y ellos, los Chacales, pues se reían también: "Qué se me hace que ya sé qué plomería le andas arreglando a la ruca esa", me decían, y se reían, porque habíamos visto de todo y nada nos espantaba y nos reíamos de todo, no lo íbamos a tomar por el lado trágico, ¿no? Y que una ruca anduviera haciéndose la cachonda con un chamaco pues también nos daba risa.
"¿No necesitas ayuda, Castigador?", se ofrecían. Y yo muy acá me hacía nomás el misterioso. "Díganle al Castigador que venga, que le tengo un trabajito".
Ahora creo que Angeles no estaba fea, sino más bien buenona. Pero a un chamaco le parecía más bien señora, ¿no?, de la edad de mi mamá. Y entrada en carnes, como dicen. Claro que mi mamá se veía mucho más vieja, porque era señora señora, no mujer; mi mamá no se pintaba ni tenía hombre, casi no se arreglaba ni salía ni nada. Traía el pelo entrecano, con permanente y ya. Siempre apurada con las cosas de la casa. Siempre andaba como triste, yo creo que mi mamá se hizo vieja desde jovencita, la recuerdo siempre vieja, señora señora.
Entonces le digo que la Geles del E-21 era todo lo contrario, toda pintada, el cabello pintado, la cara pintada, las uñas pintadas y unos vestidos entallados de muchos colores. Como de película de monstruos, ¿no? Así como payasa. Con decirle que en la farándula le habían puesto la Sirena de Andrómeda. Entonces yo llegaba así como que no entendía el pedo, haciéndome el pendejo, el que la Virgen te habla, aunque la única que me hablaba era la gorda esa, la Geles. Y "Buenos días, buenas tardes, ¿para qué soy bueno?", le decía yo. "Dichosos los ojos que te ven, pásale a lo barrido", me decía ella. Y yo así, como haciéndome el muy machito, pero más bien el indito, el que se agacha y se va de lado, querido amigo. ¿Pues qué me iba a dar esa mujer? Una copa, luego luego: una cuba libre.
--Una no es ninguna, dos es una, y como una no es ninguna...
--¡Pa arriba, pa abajo, pa el centro, pa dentro, Castigador!
Porque ahora digo yo: pobre mujer, que a esa mujer no la querían. Pero cuál pobre ni cuál nada. Puras habas. De ella viene mi desgracia, todas mis desgracias; ella me puso de pechito y luego ya la vida nomás me ha venido apaleando el culo. Pero ahí estaba ella, como una reina. Porque ella no trabajaba. Era aviadora. Tenía influencias o algo. Alguien le había hecho la balona, ¿no? Es decir: su primer marido, el difunto, le había dejado influencias en el gobierno. Y nomás iba a cobrar ¡y como a tres partes! los días de quincena. Se iba a cobrar a todas partes con sus abrigos como de piel de tigre, sus sombrerotes con plumas y con red, así como artista de cine.
Todo el tiempo se lo pasaba ahí, arreglándose, poniéndose toda pintada y con vestidos de brillo y sus pelucas. Porque su nuevo esposo casi ni asistía. Era joven el nuevo esposo, dizque muy acá, muy padrotón, muy cinturita el cabrón, muy acá ya di mi braguetazo, ¿no? Se la estuvo parchando unos tres meses hasta dejarla sin saliva, digo ¿no?, de tanto que ella babeaba, y entonces ella le dijo: "Mi amor mi amor mi cielo mi vida mi vida cásate conmigo", y al casorio van, y el cabrón se arma de casa y coche y todo puesto y comida y ropa limpia, y entonces, claro, ya empezó a cogérsela sin ganas, nomás para quitársela de encima, porque me lo imagino a él haciéndose el cansado y a ella furiosa: "Ni madre, cabrón, ahora me cumples", y ella hacía a huevo que se le parara, aunque él estuviera echando tamaños bostezotes, y se le montaba, y duro y duro, pero luego ya ni así, porque el cabrón ese ya no la quería para nada, y hasta asco le daba, asco nomás le daba, y rabia, y así por más que la Geles chupaba y lamía, pues ni con el himno nacional.
Pero ya se habían casado y ni qué remedio. Por eso no hay que casarse, joven. Luego ni qué remedio. Bueno, ella como que sí estaba todavía algo encaprichada con él. ¡Cómo, si ya lo tenía amarrado, ahora se le iba a escapar! ¡Nada de que no se le paraba, ella se iba a encargar! Todo me lo contaba la Geles. Me decía: pues le hago esto y aquello, ¿no?, como diciéndome: Si quieres te la mamo a ti también... Y lamía la mía.
Que el cabrón le decía que lo que pasaba era que ella lo estaba fastidiando todo el tiempo, ora sí que no quería bajarse nunca del guayabo, que lo atosigaba, que lo hartaba; que ya no lo estuviera llamando todo el tiempo al trabajo, porque ya le andaban diciendo El Mandilón los amigos; que ya no estuviera nomás pensando en él, carajo, que pensara en otras cosas, el mundo era muy grande, uno tenía muchas cosas en qué pensar. ¿O qué ella no tenía otra cosa en qué pensar que en no bajarse nunca del guayabo?
Le decía que viera que él todavía era joven, que ella tenía que comprender que cuando uno es joven se cansa de estar casado tan joven. Ella ya le había dado vuelo a la hilacha, ¿no? Pues que comprendiera que algo de darle vuelo a la hilacha le tocaba también a él. Que quería empedarse con los cuates, irse de cabarets --pero con los cuates, con la Geles ni chiste: ¿A ver, qué chiste tenía estar ahí en un cabaret los dos, en una mesa, aplastadotes, mirándose las jetas? No, él quería echar harto desmadre con los muchachos.
El cabrón le decía además que era una degenerada, una ninfómana, y que él era más tranquilo, más intelectual, y ya de sexo estaba hasta la coronilla. Que en realidad eso del sexo no era tan interesante para personas cultivadas, maduras. Sólo los ignorantes y los vulgares andaban como animales todo el tiempo arriba del guayabo. Que el amor era cosa más del espíritu, del corazón. Que puro sexo ni que fueran animales.
Le decía que ella lo estaba humillando al nomás quererlo para eso, que tanto le estaba diciendo "Mi amor te necesito" que ya a él el sexo ni se le antojaba, fuchi, mejor atole maicena. Que ya le parara, le decía, ahora sí que para abreviar, ¿no?, para resumir: que lo dejara respirar un rato, tomar ánimos, que ya luego volverían a coger, que sabía más sabroso nomás de vez en cuando, y no ahí como obsesos contra el reloj dale que dale. Y que si no, que a la chingada, porque a él no lo iba a comprar ni a usar como a un objeto, que era su marido, no su masturbador, y que o se calmaba o se calmaba, porque si no, en resumidas cuentas, le iba a romper el hocico.
Y no, mi vida, mi Germán, le decía la Geles: ¡No me dejes! ¡Todo menos eso! ¡No me dejes0! Y luego me lo contaba, y me decía: ¿de veras crees que un hombre joven sólo quiera hacer el amor una vez por semana? Estaba yo arreglando el tanque del excusado, se le salía el agua por donde entraba el tubo, digo, por debajo, ¿no?, el tubo de agua entra por debajo y no embonaba bien, no agarraba bien, y goteaba, y luego se hacía un charco. En mi vida había arreglado un puto tanque de excusado. Ya le dije, jovenazo, que sólo había trabajado con mi primo en el puesto de mi tía Meche, por la Merced. Mi tía Meche era una gritona, de ésas como cacicas que siempre andan nomás gritoneando y dando órdenes.
Y yo no entendía nada. Qué va uno a entender a esa edad. Y menos del amor. Del amor de una gorda vieja que se le repega a uno hablando todo el tiempo. Nomás ataranta, ¿no? Uno a esos años entiende mejor las cochinadas directas que tantas palabritas de sentimientos. Total, que el agua del excusado no se paraba, pero yo ya tenía a la Geles encima, preguntándome si a mí nomás me daban ganas una vez por semana, y yo todo rojo, no por pena, qué va, sino porque una mujer me dijera eso. Las mujeres mejor debieran quedarse calladas. Pero la Geles se decidió y me dijo nomás: "A ver, mi amor", así de sencillo: "A ver, mi amor", como si fuera a revisar el pinche charcote del tanque del excusado, pero era a mí a quien me estaba revisando, me estaba revisando la bragueta, jovenazo. Y entonces me puse más rojo todavía pero también me dio risa, porque a uno le da risa de que lo agarren con la garrocha parada.
Y entonces ella me dijo, como impaciente:
--¡Pero anda, ponte de pie por el amor de Dios, mi hijo!; así de rodillas, ¿pues cómo quieres?
Entonces me paré y ella se sentó en la taza, como si fuera a cagar, y me puso una mamada de aquellas, la primera gran mamada de mi vida, y todavía recuerdo que me vine durísimo, hasta creo que me dolió, y no supe si dolía por todo lo rico que estaba sintiendo o porque la aferrada de la Geles me la mordía, porque hasta entonces en cosas del placer yo era un neófito, puras chaquetitas de chas chas y ya. Así que ahí le dejé mi virginidad, en su mera bemba, y yo me guardé el pito todo manchado de bilet.
Si viera, joven, que a partir de entonces todo se me volvió claro, sencillito, con la gorda. Bemba la Bamba. Me seguía hablando horas de horas, que del amor, que de su marido, pero yo ya le había entendido, ¿no? O sea, no entendía muy bien todo lo que me decía, pero ya me había caído el veinte de que la Geles quería verga, y que las palabras entonces salían sobrando; que hablara todo lo que quisiera: quería verga. Y no me daba vergüenza, ni asco, ni nada dársela: toda la que quisiera. Hasta dentro, pinche Geles.
Pero cuando hablaba tanto y me emborucaba yo me ponía nervioso y me decía, ¿y ahora esta ruca qué me quiere sacar, no? Y lo del amorcito también se me hacía cosa de enfermos o de viejos, hasta un poco de asco, ya ve los tríos, puros rucos ya bien cascareados con la trompita de puerco cantando dubidubidú. Además ora sí que de parte de quién uno iba a andar queriendo a una ruca gorda, ¿no? ¿Qué quería de mí o qué? No, sáquese, pinche ruca. Pero de pito, eso no se le niega a nadie: sírvase, mi reina, todo lo que quiera.
Y quería mucho. Pero no dejaba de hablar, hágame usted el favor. Y de su marido. A mí ni en cuenta. Ella allá en su onda y yo acá en la mía, ¿no? Porque el amor amor, bueno, yo así imaginaba algo como de cine, pero con una muchacha jovencita, güerita, así, a la que yo quería mucho porque era güerita y jovencita, y andábamos los dos muy guapos en moto y bailábamos en la playa; esas cosas me ponía yo a soñar. Allá los rucos y su mundo.
Claro que también al nuevo marido de la Geles yo ya le tenía agarrada la medida. Lo despreciaba. Me caía re gordo el cabrón. Me daba mala espina. Me dio mala espina desde el principio. Era más grande que yo, pero no era ruco, o sea, era un joven que se las daba de ruco a ver a quién transaba: mucho traje, mucha peluquería, mucho caminadito de nalga parada, mucha carota de y tú muerto-de-hambre ¿qué me ves?, mucha loción y zapatos lustrosos, y músculos de padrotito y anillos y esclavas de oro, caminando ahí aburrido por la unidad, mientras llegaba algo mejor. Nosotros los Chacales sabíamos que era un gandaya, de ésos que se hacían los señores decentes, y nos miraba feo, la nariz alzadota como si apestáramos, como mira qué marranos ésos ¿no?, aquí su rey. Usted así ha de ser allá afuera, ¿no, mi jovenazo?: aquí su rey, fuera marranos. Pero no tenga miedo: aquí dentro yo lo protejo, nomás pase el pomo.
Claro que el cabrón sí estaba agandayándose en serio; nosotros no, nosotros todavía éramos puros babotas. Digamos: yo no le estaba quitando todo a la Geles, ¿no?, nomás de repente me daba que para una chamarra, que para unos tenis, que para el billar, que para caerle con una feria a mi jefa, para que mi tía Meche no nos anduviera haciendo menos ni nos tratara de arrimados que nomás se amarranan y no dan nada para el gasto ni para la luz ni nada. Pero ese cabrón, el Germán, se estaba despachando pero con un gusto, pero a lo chancho. Y ni siquiera le cumplía a su mujer. Quien le hacía el servicio completo a la Geles, con todo y engrasado y hojalatería, era aquí su seguro servidor.
Entonces me dijeron los Chacales: aguas con el cabrón ese, Castigador, ya te estás pasando, y se botaron de risa. O sea, medio en serio medio en guasa, ¿no?, que tuviera cuidado con el Germán. Lo veían muy sospechoso. Casi no asistía a la unidad por ese tiempo, se había dado dizque un paréntesis.
--¿Cómo qué un paréntesis? --le pregunté a la Geles.
--Pues sí, que el cabrón se quiere seguir haciendo pendejo --me contestó la gorda brutalmente.
Porque ya se había pasado de tueste el gandaya. Y pues aquí con su servidor, la Geles se sentía más segura, hasta como envalentonada.
--Le voy a dar en toda su madre al hijo ese de la chingada --me lo dijo así como usted lo está oyendo, al pie de la letra.
O sea, pensé después, mucho después, cuando ya no era tan bobo y pude darme ya una idea de todo, aunque ya para qué, ¿no?, ya la desgracia me había alcanzado: la gorda Geles tenía su plan. Y yo ahí de pendejo, de su plomero.
3
O SEA, pienso ahorita, después de tanto: primero la gorda Geles debió haberse entregado al sufrimiento. ¡El amor de su vida, las últimas rosas de su juventud! Bueno: las últimas rosas de su juventud se habían deshojado en otro siglo, je.
Y daba terror verla sufrir, por lo grandota y rara: unos ojos de cacatúa con pestañas de puerco espín, mi jovenazo, ¿ha visto a los puerco espines? Unos senos enormes, que de diez mil dólares, decía ella: todos duros y alzados como si fueran de plástico, pero no eran de plástico, y con razón la Geles estaba orgullosísima de ellos, porque eran igualitos a los de las revistas.
Ella me enseñaba la revista donde los había escogido. Y así, había ido a ver al doctor: "¡Quiero unos de éstos!". Tenía también fotos de ella, de cuando trabajaba de vedette, antes de sus desgracias. Yo le digo gordota porque me parecía llena de carne y de cosas, pero era más bien grandota y llena de cosas que lo que propiamente se llama una gorda.
Ahora de que cuando salíamos a la calle todo mundo le gritaba mamacita, pues sí, se lo gritaban. Todo mundo. Aunque cagados de risa. Y cagados de ganas porque era una mujer grandotota (me llevaba unos veinte centímetros) y con tantas curvas, pues como que de ese pollito no comían todos los días, ¿no?
Yo creo que primero quiso reconquistar al Germán, se arregló más, se puso todos sus vestidos de vedette, sus perfumes, muchas conversaciones así de radionovela, muchas promesas, regalos caros, promesas de viajes, ¿no? Así un rato hasta que vio que por ahí no estaba llegando a ningún lado. Que ya le había dado todo a su padrote y este seguía con su cara de aburrido, con el pito arrugado por más que ella se lo ensalivara, así, mirándola con desprecio: ¿Ya ves que no hay nada qué hacer? ¿Ya ves cómo contigo no se me para? ¡Qué le voy a hacer! Ya mejor déjame solo, ya mejor déjame dormir, ¿no ves que contigo ya nomás no? Ya no me des lata. Oh, qué hueva, contigo ya no se puede ni estar en paz, mejor déjame ya, mejor ahí la vemos.
--¡No, no te vayas, Germán, por Dios! ¿A dónde te vas a estas horas? ¡No! ¡Es peligroso! ¿Ya viste qué hora es?
--A la chingada --y azotón en la puerta.
Por esa época entro yo en esa desdichada historia, joven. ¡El plomero! Oye, Castigador, ¿qué, no podrías venir a arreglarme el excusado? El Germán ese ya casi ni asistía a casa de la Geles y la tenía amenazada de madriza y de divorcio. Ora sí que si me sigues chingando te mando a la goma. Pero nada pendejo el cabrón, porque la caliente de la Geles, para amarrarlo a la buena (ahí la tiene usted cantando boleros: que aquí un hogar, un rinconcito cerca del cielo, donde tú y yo para siempre, y los siglos de los siglos, ya ve cuantas pendejadas cantan los tríos), se había querido casar así con papeles y fiesta y todo.
El Germán nomás se dejó querer, la dejaba hablar, hablar (así como yo, pero él a lo gandaya), que tú y yo vamos a ser uno solo, la Unidad; que tú y yo esto y que tú y yo lo otro, mi vida, ¿quién es mi amorcito azucarado, quién es mi corazón? Entonces pues ni modo de salir ante el juez con que aquí pinto mi raya y cada quien sus propios trebejos, total el Germán ni trebejos tenía; capaz que si la Geles pide bienes separados el Germán grita ¡Noooo! al juez y sale volado del Registro Civil, ¿no? Y qué pena, la novia se desmaya. Y todas las otras parejas de casaderos en fila, esperando turno afuera, a la puerta del Registro Civil, como en cola de tortillería, se mueren de risa.
Pero la Geles seguro ni siquiera pensaba en eso. Al contrario, se sabía menos joven y menos guapa que el galán, ¿no?, hasta monstruosita, con todas esas cosas que se operó y se puso por aquí y por allá para brillar en los cabarets. Esas monstruositas se ven muy mamazotas en el escenario, pero al día siguiente junto a uno, santa cachucha, ¡córrele, cabrón: aquí espantan! Y el Germán se las daba de guapo de gimnasio, de lanchero ejecutivo, todo limpio y seriezote y natural; entonces la Geles debía nivelar la balanza con la lana, ¿no? Era lo justo. A ella le parecía justo.
Ella decía: yo voy a poner mi corazón, y mi amor, que nadie en el mundo quiere como quiero yo, y mi edad, que estoy en el mejor momento de mi vida, porque la juventud es bonita pero no sabe nada de nada, los jóvenes muy preciosos pero en la pura baba; en cambio, una que ya tiene experiencia... Voy a poner toda mi experiencia, mi amor, para que no sufras lo que he sufrido yo, dubidubidú, ni tengas que echar a perder tanto para aprender: yo te voy a decir cómo tener éxito en la vida, mi amor.
Entonces la Geles iba a poner en su matrimonio también toda su experiencia. Y el Germán, callado. Y toda mi vida, y todo mi corazón. Callado. En boca cerrada no entran moscas, joven. Y bueno, también algunos de sus bienes, que el departamento en la Unidad Garrido Canabal, los ahorritos, el coche, algunas influencias en el gobierno... porque ya le conté que la Geles tenía grandes influencias en el gobierno, herencia de su difunto marido. "Que en paz descanse", ha de haber dicho el Germán, dejándose querer por la Geles como por una muñecota inflable, una vedette zepelín.
Entonces la Geles le consiguió al Germán buena chamba en el gobierno, con sus influencias, y él empezó a manejar el coche del difunto marido, que en paz descanse, y se instaló a sus anchas en el departamento de la Unidad Garrido Canabal, y cumplió como buen gitano sus obligaciones de picador de la insaciable Geles, hasta que se aburrió. Porque yo le digo jovenazo que aquí, a todos los compañeros que ve, así de mansitos y de buenos muchachos que son la mayoría(digo, si uno no los anda tanteando), pues todos ellos alguna vez desjaretaron a un prójimo o a una prójima; o se fueron de parranda y terminaron en el bote, o terminaron robando o violando o metiéndose en problemas sin realmente deberla ni temerla; digo, sin haberse propuesto ser así de cabrones: simplemente hay gente que se aburre, y cuando uno se aburre ya todo valió queso, uno no puede soportar aburrirse, ¿no?, ni los perros; y entonces uno deja el lugar y la gente con quien estaba tan tranquilo por buscar la pura mala vida. Entonces estábamos en que el padrote se aburrió.
Pero si mis compadres me lo advirtieron, decía la gorda: "Cuídese mucho, mi Geles, porque a ese muchacho se ve como que le gusta mucho más bien la vida regalada, no le vaya a salir a usted con alguna maldad". Pero también le dijeron ellos, sus compadrotes, los que habían sido amigos del importante marido difunto, que si ella algo necesitaba, que nomás mandara su merced. Que no estaba sola en este mundo mientras ellos vivieran, que bien se acordaban de los favores que les había hecho el importante y difunto marido, y seguían agradecidos. Y que si el maridito nuevo ese, vivillo y nada importante o lo que fuera, se quería pasar de listo, pues que ellos sabían cómo arreglarlo, o sea, joven: que lo podían mandar madrear.
No sé si me entiende. Esto duró varios meses, casi un año, desde que me llamó de plomero hasta que me ocurrió mi desgracia, pero para mí fue toda una vida, o sea que antes de conocer a la gorda Geles, la Vedette Zepelín, los Senos del Millón --también la llamaban, por tetona, El Seno Familiar; digo, que los tenía tamaño caguama--, antes de todo eso, yo no era sino una nadita, un chamaco espigadito y tiernito y chaparrón y mediocabrón pero hasta ahí, más bien inocente, inocente del todo de todo, es decir, me sentía Bien Cabrón pero era inocente del todo de todo, y después ya no, por culpa de la Geles, la Vedette de las Pantorrillas Aerostáticas, el Cuuuuulo del Muuuundo, la Enfermera Satánica, la Madre Superiora, la Ensalada de Calabazas, la Crema de Caracol, como la anunciaban en los antros de mala muerte, para que hiciera su danza de la Reina de los Caníbales; Artemisa la de las Mil Tetas, la Multitetona de Efeso.
Luego de que conocí a la Geles se acabó toda inocencia y toda tranquilidad: empecé a ser este viejo madreado y tristón desde jovencito, envejecido antes de mi edad, por culpa del trago, del maldito trago, y una lacra social, ¿no?, una lacra igual que otra. Y hablando de lacras y del maldito trago, cómprese otro pomito, mi jovenazo, o ya de plano no le sigo contando: ¿qué no ve que de tanto hablar se le seca a uno el gaznate?
Muchas cosas me sacaban de onda de la Geles, además de su cuerpo aparatoso que cuando caminaba por la calle la hacía aparecer como un desfile, pero en privado no le voy a decir que no, hasta su cuerpote me gustaba, por raro y exageradote, ¿no?, y lo mismo su carácter, me daba curiosidad y como morbo. Hasta puede que excitación, ¿pues por qué no? Pero también la Geles me hacía encabronar mucho. Gozaba y me agasajaba como quien dice, pues, pero gozaba y me agasajaba muy encabronado.
Y una de las cosas que más me emputaban de la Geles era que ella andaba con el mundo al revés, ora sí que andaba con el mundo alrevesado, como también operado: ella actuaba como macho, ¿se imagina usted, joven? ¡como macho! Como estaba ruca se sentía poderosa y quería mandar aun en el acostón, ¿ve usted?, y yo como escuincle, por más que el del pito fuera yo, pues ahí estaba de vieja cumpliendo órdenes: ahora muévete, ahora bríncale, ahora échale fuego, ahora cálmate, ahora vente pero ya.
Pues eso sí me remputaba que por jovencito y tiernito y bonito me trajera de su puta, nomás eso faltaba. Y hasta me decía: "Castigador, mi vida, que rechulo estás", y yo: "¡Sacarrácate de aquí, chulas las viejas, chulas tus nalgas!", pensaba para mí, todavía no me atrevía a responderle como se merecía esa vieja piropera, ¡con piropos a mí!, pero más adelantito cuando ya agarré confianza, pues sí de plano le respondía: "¡Chulos mis huevos, pinche Geles, no mames, ya te he dicho que no me andes piropeando como si fuera vieja!". Pero ella nomás se reía, y no se conformaba con que le diera fuego, no, qué va, pinche Geles degenerada, sino que quería tenerme todo el tiempo encuerado en su departamento. O sea, apenas yo llegaba y ya ella me andaba quitando la camisa. Y yo: "¡Sácate, pinche Geles, no me andes quitando la camisa!". Y ella me decía: pero mi amor, es que quiero verte el talle. ¡El talle! ¡Hágame usted favor, joven! ¡El talle! Ni que fuera estropajo, ora sí que talle y talle. "Es que eres tan esbelto, tan ¡juncal!", me decía, "¡juncal!", nunca he vuelto a oír esa palabra, más que como tienda: Telas Junco... "Es que eres tan espigadito, tan fresco, tan sin nada de grasa".
Y lo decía con su bocota de Reina de los Caníbales que casi parecía que me iba a morder y se me hacía chinito el cuero. La Geles tenía unos labios que le ocupaban la mitad de la cara, como si le hubieran roto el hocico, pero ella decía que no, que se había mandado a hacer labios de mulata, como de rumbera cubana, que esa boca tan grandota, unos labiezotes de será melón será sandía, ahora sí que ¿para qué quieres esa bocota, abuelita?, era muy cotizada por tropical, y que en los consultorios de cirugía plástica se llamaba Caribbean Bemba. Ya ve usted que le digo que estaba re carnosa la Geles, o sea que si quería yo hacerla rabiar nomás le decía Mi Gorda, y ella: ¿Cuál Gorda, si tengo el cuerpo de un violín? ¡Soy Pro-tu-be-ran-te, como les gusta a los mexicanos! Bueno también estaba protuberante de la boca. Bamba la Bemba.
Entonces la Geles me trataba al revés, como si yo fuera la novia, y todo el tiempo me andaba sabroseando, ¿no?, y yo ahí tenía que andar de casto dándole manazos, "¡Tate Geles! ¡tate quieta! ¡quieta, Geles! ¡oh! ¿no te digo?". No sólo quería coger todo el tiempo, sino que me andaba agarrando todo, lamiéndome todo, y eso sí me daba asco su saliva, que con tamaño hocicote me lamiera todo y me dejara todo babeado, hasta las nalgas. ¡Hágame usted favor! ¡Que ella, como mujer, me lamiera las nalgas! Y cuando me di cuenta ya andaba con la lengua más abajo, en pleno beso negro, su lengua como un animalote ahí lame que lame, o sea ella dijo seré puerca marrana pero el beso negro es rico rico, y yo también, o sea que aquella vez accedí.
Su saliva era la otra cosa que no me gustaba. Echaba mucha saliva la Geles, con mucha espuma. Yo todo el tiempo le tenía que decir que no abriera tanto el hocicote, que no babeara tanto, que se podían dar besos más secos, ¿no?, o de plano no besarnos para nada, que yo había leído en una revista que los japoneses no se besaban, que los besos tenían muchas bacterias y que eran como cosa de salvajes. Le decía que no me gustaban los besos, que para qué, que no tenía caso, y ella ni en cuenta, se hacía la que no oía nada, y bufe y bufe casi me rascaba la garganta con la punta de su lengua. Y lo que sea de cada quien, los besos no venían al caso, no los necesitaba, porque entre la juventud y que el calor de la Geles me contagiaba, en cuanto yo la veía ya andaba como burro en primavera y no me costaba mucho trabajo cumplirle, pero sí me desgradaba que me estuviera cacheteando a lengüetazos toda la cara, y tener que estar deteniendo el fuego a cada rato para secarme la cara con la sábana, o de plano con una toalla.
Luego los Chacales me cabuleaban:
--¡Estás como burro, Castigador! ¡Pero como burro de planchar, plano plano! ¡No tienes nalgas, Castigador!
Pues claro: los machos ¿para qué queremos nalgas?
4
PORQUE ADEMáS la saliva apestaba a trago. Eso era otra cosa que no me gustaba, que todo el tiempo su bocota apestara a trago. Yo ya ve usted que me emborrachaba con los cuates y todo en la Unidad Garrido Canabal. O sea que yo ya tomaba pero no me gustaba tanto el trago. Había que emborracharse pero el vino guácala, ¿no? Me echaba las cubas así rapidito, para empedarme cuanto antes y ya. No me gustaba pues el trago, sino el desmadre. Me lo echaba como purga, ¿quién lo iba a decir después?, y luego luego el desmadre con los cuates, y mi hermano y la música del radio y los chistes y los albures y los madrazos o lo que fuera, y luego luego la guacareada y quedarse botado por ahí, jetón y apestoso, je. Cosas de chicos, ¿no?, como soltarse un eructote o guacarear como todo un campeón. A esa edad uno no sabe tomar y se empeda a lo loco y rapidísimo, pero siente que la está pasando a todo dar y eso es lo que más importa, ¿no, joven? Luego ya uno bebe y bebe y ya no se empeda, nada más se queda como pendejo, sin creerse para nada la peda: aburrido y atarantado nomás. Cuando no había desmadre con los cuates yo no tomaba nada, el vino me sabía a medicina, ni chelas ni nada: pura pepsicola.
En cambio la Geles, en la madre, sí que era re alcohólica, todo el pinche tiempo. Para todo la copita. Por ejemplo, la navidad que pasamos juntos, digo, porque una navidad me dijo: "Oye, Castigador, por lo que más quieras, ven a pasar la navidad conmigo porque me pelié con el vividor de mi marido, el bueno para nada, que ahora ni siquiera quiere venir a cenar en navidad con su esposa, ¿pues qué marido es ése, o no? Y ya ves que soy muy sentimental, Castigador", y llora y llora la Geles, "y si no vienes a pasar la navidad conmigo me voy a deprimir", ¡a deprimir!
Esa era otra palabrita de la Geles que no me gustaba, o sea, que siempre se estaba deprimiendo, y entonces, más le entraba al chupe, y se ponía a llorar o a cantar o a reír o a mentar madres sola, ella sola y borrachísima en plena madrugada, como bruja, la única despierta de toda la unidad, y con todas las luces de su departamento encendidas. Ella sola en su pinche desmadrote de bruja en plena madrugada, con discos de tríos y rancheras y cantantes de bolero a todo volumen. Sobre todo la Olga Guillot. Le encantaba la Olga Guillot. Tenía todos sus discos, y ya con copas, como a dúo o como en dueto, ya ve que no soy muy letrado, mi jovenazo, se ponía a gritar "¡Sooooy looo prohibiiiiiidooooo!", que dizque con esa canción había tenido mucho éxito en todos los cabarets de América, cuando era soltera, y aun en vida de su importante y difunto marido. Ya con copas la Geles cantaba sobre el disco a dúo o en dueto, digo, junto con la Guillot, "¡Sooooy looo prohibiiiiidooooo!". Y ya con copas yo también, como en desmadre, para que no se sintiera mal le decía que ella cantaba mejor que la Guillot, total, a mí la Olga Guillot nunca me ha gustado, no, para nada, pero a ella sí le gustaba que le dijera que cantaba mejor que la Guillot, y ella me volvía a chupetear y a lamer, va el lengüetazo de vaca, qué digo de vaca, de gran danés todo efusivo que tira a su amo al piso para trapearlo a gusto con toda la lenguota. Yo entonces le decía a la Geles que cantaba mejor que la Guillot y vaya usted a saber si yo le decía eso por pura compasión, o por desmadre, o por caliente, o por sentimental, o por cariño, o por burla, pues ya ve usted que a los quince años uno es un pendejo.
Para esto, yo ya le había contado toda mi vida a la Geles. A mí nunca me ha gustado ser, ¿cómo le dicen?, comunicativo, muy comunicativo que digamos. Y menos de chamaco. Pero ella estaba todo el tiempo preguntándome que si mi jefa esto o aquello, que por qué era mi jefa tan dejada, que no estaba bien que las mujeres fueran tan dejadas, que eso era de otro tiempo, y menos que se dejaran de otras mujeres, como mi tía Meche, porque no había peor enemigo de una mujer que otra mujer, y esa tía Meche debía de ser como la piel de Judas, decía la Geles, de ésas que te roban los calcetines sin quitarte los zapatos, y hasta las gracias les das; de las que te despiden con una patada en el culo y todavía estás ahí de lambizcón desde la puerta dándoles más las... gracias.
En fin, como que de repente la Geles ya me había sacado todo el chorizo, ya me había sacado cosa tras cosa de todita mi vida, y lo peor era que muchas eran puras mentiras. O sea que yo para quitármela de encima le había respondido cualquier cosa, nomás por no dejar, y luego ya no me acordaba yo de lo que le había dicho, pero ella sí y me ponía en aprietos:
--Oye, Castigador, ¿qué de veras no has vuelto a ver a tu tío de Matehuala?
Y ella tenía que recordarme que yo dizque tenía un tío en Matehuala, dueño de unos tráilers, que me quería mucho, que era hermano de mi papá, a quien yo había mandado de bracero a California nomás para que la Geles no me estuviera preguntando: "Oye, Castigador, ¿y qué onda con tu jefe? ¿a poco de veras tuviste papá, Castigador?". Ora sí que ni modo que el lechero.
Entonces tenía que acordarme que yo le había dicho que me iba a largar a Matehuala con mi tío, hermano de mi papá, porque no tenía yo que seguir aguantando broncas y miserias en la puta capital, nomás estaba aquí para cuidar a la jefa, etcétera, porque eso de ponerse a hablar horas y horas nomás lo hace a uno decir puras mentiras y pendejadas. ¿No, mi jovenazo? ¡Ya ve, ya se acabó todo el pomo! ¿Qué, le chiflo al Tangañica para que se traiga otro, ya ve que hasta nos hace descuento?
Pero yo también tenía un truco: nada más me quedaba callado, así, una piedra, enfurruñado, o me hacía el desentendido: ¿Cuál tío? ¿Cuál papá? ¿Cuál Matehuala? O de plano el desconfiado, el Desconfiado Castigador:
--¿Y tú qué tanto te traes con mi tío de Matehuala, pinche Geles, eh?
Nada, nada, y que por favor no me pusiera así, ¿por qué tomaba yo las cosas siempre así? ¡Uh qué gruñón! ¡Uh qué mal genio! Pero si ella sólo quería mi bien y había estado pensando cómo librar a mi mamá de las garras de mi tía, de que nomás la tuviera de criada gratis.
--Deja a mi jefa en paz, pinche Geles --le decía yo.
--Pero es que eso no es vida --decía la Geles.
--Ya déjame en paz, no te andes metiendo en mis problemas.
--Pero si mis problemas son los tuyos, mi amor. Sólo quiero tu bien... Si ya hablé el otro día con mis compadres, para que te den un buen trabajo en el gobierno.
Y ahí fue donde me agarró, digo yo. Porque yo no había terminado la primaria ni nada, pero la escuela se me facilitaba, todos decían cuando yo iba a la escuela: "Mira qué de fácil se le pegan las cosas al Castigador, casi casi ni tiene que estudiar". Pero no terminé la escuela, y luego me puse a trabajar con mi primo en el puesto de la Merced, y luego la vagancia, y luego los Chacales y la cancha de básket, y luego la Geles.
Pero así sin escuela y todo, yo estaba seguro, segurísimo, como si un adivino me hubiera dicho: Cuando seas grande tú vas a ser esto y lo otro, muchacho, digo, yo estaba segurísimo de que yo no nací para pobre, ora sí que me gusta todo lo bueno. Estaba segurísimo de que no era tan tarugo ni tan pelado ni tan arrastrado como los demás del rumbo, ¿no?, que yo había nacido para más arriba, que nomás era cosa de esperar, así, con calma, mi oportunidad. Que me iba a llegar mi oportunidad, mi destino, y que entonces me iba a ir rapidito para arriba. Rapidito. Nomás me iban a ver.
Yo creo que eso del destino y de la oportunidad me lo metió mi jefa en la cabeza, cuando yo era muy chico y sufría mucho de que mi tía y mis primos nos hicieran menos, nos tuvieran como arrimados. Dormíamos mi jefa y yo en la cocina, hágame usted favor, joven Miguel, ni siquiera en la sala-comedor (que también era como la bodega de la mercancía de los puestos). Poníamos así unos cobertores o lo que fuera en el piso, unos trapos, y ahí nos dormíamos. Y la tía Meche nos hablaba muy feo. Luego me di cuenta que a todo mundo le gritaba sapos y chingaderas, menos a sus hijos, y bueno, hasta a ellos también les tocaba cuando la tía Meche se encabronaba de a feo. Pero a ellos menos. Pero a mi mamá y a mí más. Todo el tiempo tú mocoso y tú Brígida muévete; inútil, pendeja, buena para nada, puerca, mira nomás qué chiquero; tú mocoso hazte a un lado que nomás sirves de estorbo.
Una vez, yo tenía como diez años, y de la muina a veces no podía dormirme, y lloriqueaba un poco. No así chillar chillar, sino nomás como chillar de nervios, debajo de la cobija. Temblaba como si tuviera frío, y entonces mi mamá se me acercaba, me tapaba con un trapo más, y me decía muy bonito que no me preocupara, que yo tenía un destino. Que ya iba yo a ver cómo cuando creciera iba a tener Mi Oportunidad. Mi Destino. Y que nada me iba a faltar. Que iba yo a tener mi casa y mi coche y mi novia como una muñeca que me iba a querer mucho, y ropa buena, moderna, y que iba a viajar por todo el mundo. Que yo había nacido con buena estrella, con ángel, y que nadie me podía dejar de querer. Ahí tenía yo la prueba: todos me decían el Baby". Hágame usted el favor, joven, así se le había ocurrido fregarme a mi santa madre: "¡Ay mi Baby!", y me busqueaba. "¡Ay sí, miren al Baby! ¡Qué re chulo mi Baby! ¡Que me dé un picolotón mi Baby!", me lacreaban todos los escuincles. Por eso ni me molestó tanto que otros cabrones, pinches cábulas, me pusieran El Castigador, pinche apodo igual de cábula, pero al menos me quitaba lo del Baby y no sonaba a maricón.
Dicen que la oportunidad llega cuando menos se la espera, y vestida de la manera más extraña. O sea que cuando uno menos se lo cree, zas: ya llegó tu oportunidad. Y así, con toda naturalidad, ve uno que las dificultades ya pasaron, que la noche ya pasó, y que tu camino empieza para arriba y para arriba. Ahora usted me podría decir: muchacho pendejo, porque entonces yo era sólo un muchacho, ¿cómo se te pudo ocurrir que la gorda Geles, la Suculencia Astral, las Caderas del Trópico, la Virgo de a Libra, el Atardecer en Lencería de Neón, el Culatazo de Mi General, iba a ser la oportunidad dorada de tu vida? ¿Qué no ves que nomás era eso, la gorda Geles? No, pues si yo también lo pensé: "¡Aguas con la Geles, Castigador, que a lo mejor nomás te anda tanteando!". Ora tentando y ora tanteando, je. Y mis amigos los Chacales también decían: "Ya chale con la gorda esa, te va a volver padrote, Castigador, te estás acostumbrando a pura gallina vieja y luego las pollitas ya no te van a saber a nada, Castigador".
Yo mismo me decía: Te va a meter en un desmadrote la Geles, abusado. Me decía: algo grueso anda buscando la ruca esa, ¿a poco crees que nomás tu bonita verga? Me decía: machos hay muchos, y ella con harta lana, ¿por qué nomás se había de fijar en ti? ¡Ni que la tuvieras de oro, Castigador! Me decía: ya olvídate de ser plomero y regresa a rolarla con tus cuates, total todavía tienes nomás quince años. O sea, dieciséis. Y los Chacales también me decían: "Ya ni nos saludas, Castigador. Ya ni te acuerdas de nosotros. Ya ni nos ves. A ver, Castigador, ¿hace cuánto que no nos vamos de pedotes?".
Pero yo pensaba. Me dio por pensar mucho. Me iba y venía caminando todo Plutarco Elías Calles, todo Río Churubusco, todo el Viaducto, piense y piense como loco. Piense y piense y hablando solo como loco. Me decía a mí mismo: ¿Pues si no es ahora, cuándo? Y si no es la Geles, ¿quién más? Monstruosita y borrachota y ruca y avorazada y todo lo demás, pero ¿quién más me echaba un pinche lazo? Nadie. Como puto perro sin dueño. Y yo no era ningún inútil, joven: si me decían esto se hace así, pues rapidito, lo aprendía y ahí lo estaba haciendo. Ya con la Geles me había graduado de plomero, je, pero no sólo de aquella plomería sino también de la plomería plomería, y de carpintero, y de electricista, y de chofer y de todo lo demás. Así que me pareció como que lo más natural, lo más justo, nomás con un empujoncito y ya, era volverme licenciado con traje y oficina y papeles y teléfono y tarjetitas y todo lo demás. Total, ¿qué le costaba a la Geles? ¿No que tenía sus amigos muy influyentes en el gobierno? Todo mundo transa, joven, ¿qué no se valía una transita a mi favor?
Yo creo que eso de andar pensando como loco, solo uno y su alma, no lleva a nada bueno. Se lo digo, joven, para que no se desespere. Lo van a sacar pronto de aquí. El día menos pensado se hace la transa, y rapidito se abren todas las rejas. Al principio se hacen los muy legales para subirle el precio y hacerla de emoción. Luego lo sacan a uno casi por lo que sea. A mí hasta gratis me han sacado. ¡Lárgate de aquí, Castigador, nomás andas enchinchando! ¡Esto no es hotel, nomás te gusta venir a tragar gratis! Así que no se me agüite, jovenazo. Y para que vea, hoy hasta yo me pongo guapo y le disparo el pomo.
Mire usted: cuando uno está solo y su alma, entre más quiere uno pensar y dice, por ejemplo: "No, ni madres: esto voy a pensarlo otra vez con calma, de pe a pa", más pendejadas piensa uno. Entre más piensa uno, más pendejo, me cae de veras, jovenazo. Mejor que los demás piensen por uno: total, los madrazos siempre llegan. Las chingaderas siempre ocurren, ¿no? Pero ahí anda uno de pensador.
O sea, a ver si ahora sí me explico: cuando está uno en la escuela y algo no sale bien en una tarea, dice el profesor: A ver, menganito, repítelo otra vez. Y si no, otra, y otra, y otra más, hasta que salga perfecta la suma o la multiplicación que esté usted haciendo, ¿no? Y así con mucho cuidado hasta que no haya ninguna posibilidad de error. Pero puede pasar lo contrario: que entre más repite uno, más se tara uno, y la suma o la multiplicación que no había salido perfecta a la primera, con tanto repetirla ya empieza a dar unos errores enormes, loquísimos.
5
ENTONCES YO CAMINABA todo Plutarco Elías Calles hasta la Unidad Garrido Canabal sin poderme estar quieto, revisando y revisando mi oportunidad como una tarea de aritmética: o sea, iba sumando que el destino, que la oportunidad, que la Geles, que el Germán, que mi madre, que la tía Meche, que el importante y difunto marido de la Geles, que los compadres influyentes, que los Chacales, que la plomería, y llegaba muy excitado, como muy dueño de mis pensamientos, muy al control. Ahora sé que sólo llegaba más atarantado que si me hubiera emborrachado solito. Pero ahora también pienso ¿qué tanto le pensaba?, si no tenía nada más qué hacer, nadie más qué ver. No había otras cosas.
Por eso después de mi desdicha dije de plano: Yo ya no voy a pensar ni madres en nada nunca más. Que todo salga como Dios quiera. O más bien, eso me lo aconsejó luego el padre Aceves, ¿ya le conté del padre Aceves, no? ¿Cómo que cuál padre Aceves? El que conocí la primera vez que caí al bote. Bueno, joven, pues uno no puede estarlo contando todo al mismo tiempo.
Yo sí tuve un como aviso, una llamada de que la estaba regando. Como que se me apretó el estómago, me faltó el aire y una voz interior me gritó: "Aguas, Castigador, peligro: pélate". Eso fue en el momento en que conocí a los compadres de la Geles.
A la Geles como que se le estaba olvidando lo de mi trabajo en el gobierno, que me había prometido, de inspector de comercios. O sea, que yo iba a llegar a las tiendas, a los mercados, a los almacenes, a revisarlo todo: que a ver que aquí este precio está mal, que está usted cobrando de más; a ver, que a estos kilos les faltan sus cien, sus setenta y cinco gramos; a ver, que esto no está autorizado, ni esto tampoco, y que esta leche está mal, y este pollo está podrido, y que esto es contrabando, y a ver ¿dónde están las facturas de estos aparatos?
Porque ya ve usted que en las tiendas nomás les dan una barnizadita, una sacudidita, y ya andan vendiendo como nuevos los aparatos y las cosas de segunda y hasta de tercera mano, con facturas chafas, con garantías chafas. Yo todo eso lo había aprendido con mi tía Meche.
Pero ahora yo iba a andar muy acá por ahí revisándolo todo, con mi talonario de multas bien chancho. Claro que, como usted habrá adivinado, el verdadero negocio no estaba tanto en el sueldo, sino en las mordidas, que son como multas con descuento y que uno no le paga al gobierno, sino al cobrador, más rápido más derecho, y mi trabajo iba a consistir en juntar tantos miles de pesos al día para pagarle su cuenta al supervisor, uno de los compadres de la Geles, y aun así me iba a quedar mi buena feria.
De modo que esa era mi oportunidad. Porque, decía la Geles, si me ponía diligente y era honrado con las mordidas, pues luego luego me iban a ascender, y en lo que canta un gallo ya no iba a andar yo mismo taloneando en la calle haciéndolo todo por mí mismo, sino que me iba a convertir en supervisor, y luego en jefe de supervisores, y luego en director de jefes de supervisores, y así se iba haciendo grande la pirámide de mordidotas, y ya me veía pronto hasta de diputado diciendo ante la tele un discurso sobre la Patria muy acá.
Así había hecho su fortuna el importante y difunto marido de la Geles, que en paz descanse, antes de que le ocurriera su desdicha, y en eso trabajaban sus compadres, que no se olvidaban de la Geles, que le habían jurado en la tumba del marido no faltarle jamás de los jamases --la Geles decía "jamases" así como con mucha ese, jamasss'sss, como palabra mágica, y le brillaban los ojitos--, porque el difunto había ofrendado su vida para protegerlos. Lo agarró la tira --unos de la tira que eran enemigos de los otros de la tira que eran amigos del marido de la Geles--; se lo llevó a madrazos, lo torturó para que soltara nombres y datos, para que firmara muchas confesiones, papeles en blanco, cheques, pagarés, para que les diera y les endosara muchas facturas; en fin, lo madrearon para que comprometiera a sus compadres.
Ya ve usted esas rebatingas que ocurren a cada cambio de sexenio entre los poderosos del gobierno anterior, que van de salida con todo el botín, y los del nuevo, que andan de entrada, hambreadotes, sin tener a qué echarle el zarpazo, pero con todas las armas y las leyes en su favor. Pero el importante y difunto marido no habló. Lo dejaron todo reventado. Murió luego en el hospital. Pero no delató ni firmó nada, de puro derecho que fue con la Geles, el Estremecimiento de la Noche, como se anunciaba entonces en el Bingo-Bango, y con sus compadres.
Entonces los compadres dizque le estaban muy agradecidos al importante difunto y a la Viuda de la Noche, al Regazo de la Luna, al Consuelo del Trovador.
--Y si no me complen los hundo --sentenció la Geles como una de esas bandidas de película, llenas de cananas.
Hasta me dio un escalofrío la Geles. ¿No sería capaz de asesinar, ella, la de "te adoro te adoro te adoro, mi pastorcito gallardo y juncal"?
Porque la Geles les sabía todo de todo a sus compadres. Con agarrar y presentarse a los tribunales y decir dos que tres cosas, los hundía. Y además ella era la única legítima heredera de su marido, y aparte había el montón de edificios y cuentas de banco y comercios y papeles a su nombre, y luego también había escrituras y documentos a su nombre, o a nombre de varios, pero tenía a huevo que ir su firma en todo, ¿no?
Total, yo entendí que había un dineral, pero que no se podía hacer efectivo tan fácil ni tan rapidito, porque la tira andaba encima para agarrarlos con las manos en la masa. Esto es, que no convenía descubrir nada nadita lo que tenían ni dónde, ¿no? Hacerse como que no tenían nada ni sabían nada de nada. De modo que, como quien dice, todos se iban a volver supermillonarios nomás con que dejaran pasar un poco de tiempo, y se olvidara la tira de su marido, y los que andaban ahorita sobres perdieran sus chambas en el gobierno, en la policía y en los juzgados, o subieran más arriba y entonces como que se dedicaran a otra cosa y no a andar queriendo fastidiar ni a la Geles ni a sus compadres. O de plano cuando entrara el otro nuevo gobierno, pues.
Mientras tanto los compadres le decían a la Geles: "Tú quietecita, mi Geles", tú ni trabajes en los cabarets, ni te aparezcas ni nada de nada, nosotros te damos todo lo que necesites, pero tú nada de nada, ¿no? Que quieres dinero: nomás dinos cuánto. Que chamba para tu galán, pues ahí te va tamaña chambota para tu galán.
--Pero por favor, Geles, piensa que los hombres son muy malos --decía uno de los compadres, el tuerto--, y muy interesados: no te vayas a casar. Dale el vuelo a la hilacha cuanto quieras, nomás no te vayas a casar.
Y haga usted de cuenta, jovenazo, que le dijeran: ¡Geles, cásate! Porque ahí va la bruta de hociquito, el Terror del Neón, al Registro Civil con el Germán, ¿no? Y pues claro que los compadres se reputaencabronaron. Más bien se zurraron del pá-ni-co, ¿no? Pues el cabrón del Germán, ya casado con la Geles con todas las de la ley, todo legalito con firmas y papeles y todo todito, pues como que iba a comerles a todos el mandado. Como que se iba a poner en nuevo marido importante. Como que podía atragantarse con todito el mandado.
Entonces como que a la Geles se le estaban olvidando sus promesas. Yo llegaba a su casa (era fácil, nomás con buscar el coche, saber cuando no estaba el Germán, que ya casi nunca iba), esperando todos los días que me dijera: ahora sí, Castigador, ya les dije a mis compadres y mañana empiezas con tu chamba. Pero nada. Ella luego luego a las lamidas (y hasta quería morderme y rasguñarme la espalda, la muy perra, y hasta meterme un dedo en el culo, que dizque así se le ponía a uno más dura, la cochina), y los tragos. Y yo ya nomás de puro encabronado tomaba puro refresco:
--No comas ansias, mi amor.
--¡Ya van tres semanas y nada!.
--Ah mi vida mi pichoncito.
--Qué pichoncito ni qué la chingada.
--¿No ves que tengo que preparar el terreno? Ni modo que les diga a mis compadres así de sopetón ¡que tú y yo nos amamos!...
Amamos es mucha gente, me dije para mí solito, y nomás le puse una cara de aburrido, de fuchi.
--Pero no se enoje mi pichoncito que ya viene el santo de mi compadre Tito, y me vas a acompañar, hace una barbacoa muy rica en su rancho de Tulancingo, ya verás, de comerse uno los dedos. Y un pulque buenísimo, puro, de los de antes, que es todo un néctar.
--¿Un qué?
--Ah mi gacela, mi liebrecita...
Y no sé cómo se le ocurrían tantas pendejadas para decirme, pero no perdía su tiempo, porque ya estaba sobres, abriéndome los pantalones.
A mí se me hizo como de mentiras que gente tan influyente y adinerada, como decía la Geles que eran sus compadres, viviera en un rancho de Tulancingo, y no en Paseo de la Reforma o en el Pedregal, por ejemplo, y que comieran barbacoa y tomaran pulque, como que eso era una comida muy vulgar y cosa de indios y de atraso y me daba mucho asco. De plano me empezó a latir que los compadres no eran tan ricos, ni tan importantes, ni me iban a dar nada. Se me hizo que la Geles nomás me había estado cotorreando. Y me dio mucha furia, sobre todo mucha vergüenza.
Me había tenido de su prostituto, así pensé, se había estado agasajando conmigo, chupeteándome por aquí y por allá, y mordiditas, y "ya tate pinche Geles"; y me agarraba las nalgas y dale y dale con el puto dedo, y yo: "sosiego o te madreo, pinche Geles"; y entonces, furioso conmigo mismo, despreciándome como uno ya de plano no puede despreciarse más, sintiéndome ahora sí como dicen los boleros: un ser sin honor ni dignidad, me sentía ya derrotado y tirado al diablo en mi tierna edad, queriéndome morir de lo pendejo que había sido, ¿no?, de lo puto que a final de cuentas había sido, ¿no?, total, en el fondo del hoyo. Y me daban ganas de guacarearme en su carota cochina de marrana --la Cama de Agua, el Sostén de Neón, la Noche Por Delante y Noche Por Detrás--, chupeteándome a mí, ¡a mí!, como las marranas chupan la mierda... Bueno, que sea menos pero qué jijos chupetones.
Quería matarla pues. Pero yo era tan mocoso y cobarde que entre más me emputaba nomás me ponía más triste, y hasta quería chillar de muina, no sabía cómo matar a nadie, y menos a una vieja gorda y gritona toda manos y bocota por todas partes, más fácil destazar viva a una vaca, el escándalo que iba a armar cuando la estuviera matando.
De modo que lo único que pude hacerle fue aventarla de un rodillazo en la cara, a la trompota caribeña, que por lo menos alcanzó a reventarle un labio y a hacerla chillar --qué chillidotes, se abrieron las ventanas de los edificios más lejanos de la Unidad Habitacional Garrido Canabal--, chille y chille de la sangre que le chorreaba, porque echaba sangre como barril.
Y le grité: "Hazte a un lado pinche gorda puta, me das asco, pinche mentirosa traicionera", y ya no le grité más cosas porque ahora sí que me estaban dando ganas de chillar y ya hasta la voz se me rompía, de tiernito y chillón que era yo, ¿no?, y nada más ahora sí que qué manera de perder la de ponerme a chillar ahí, sobre todo porque le salía más y más sangre del labio roto, un labio roto del tamaño de una gallina rota, y a mí me estaba entrando más y más miedo.
--¡Asesino! ¡Asesino! --gritaba la Geles, como si yo estuviera descuartizándola, y creí que todos los edificios de toda la Unidad Habitacional Garrido Canabal la estaban escuchando, viendo, como si todo mundo estuviera metido en el departamento E-21. Y más para hacerle frente a todos éstos que a la Geles, me puse rudo y le grité, también para que oyera todo mundo:
--Eso y más te mereces por marrana.
--Pero si yo te quiero tanto, Castigador...
Que te quiero y que te adoro, ya usted sabrá, jovenazo, que lo que dicen siempre: que eres mi vida, que el cielo y las estrellas. Hasta que empecé a oír claro:
--Vas a tener tu empleo la semana que entra, te lo juro, ¡la semana que entra!
Y ya ni le dolía el madrazo ni le salía sangre, pero tenía la trompa ensangrentadota, y decía que todo iba a salir muy bien, que iba a botar al padrote del Germán.
--Y no se va a quedar con nada, ni con un solo centavo de mi dinero. Mis compadres me están ayudando, Castigador, ya verás: me voy a casar contigo, mi amor, mi único amor, y todo va a ir muy bien, y le vas a poner a tu mamá su casa propia, bien bonita, con lavadora y lavatrastos para que no tenga que sufrir a la tía Meche ni molestarse en nada, mi Castigador mi vida entera...
6
PERO YA ni madres. Ya le había descubierto todo su truco. Con esa pinche vergüenza, esa humillación, se habían acabado para siempre la pendejez y las babosadas del Castigador: ya no le creía nada, ya no iba a creerle nada. Me dije silencito para mí mismo: "¡Castigador, tú pendiente!".
Y además como que vi que en cuanto le sorrajé el madrazo, pues como que me había agarrado respeto, ya no me veía como escuincle, ¿no?, sino con miedo, de modo que hice más gruesa la voz y puse cara de matón:
--¡Métete todo tu dinero por donde te quepa, a mí no me compras; vete a comprar teporochos y barrenderos, arrastrada!
--No me insultes, Castigador, no me digas algo así, mi vida, ¡no tú! Yo no soy lo que tú estás pensando. Es que teamo teamoteamo. ¡Todo lo que he hecho por ti! Me he arrastrado para complacerte, para darte placer; he caído en lo más bajo, he sido tu esclava, tu mujerzuela, para que saciaras tus caprichos...
Así se las gastaba la Geles. Ahora ella era la esclava y yo el gandaya hijo de la chingada. Bueno, eso ya estaba algo mejor que el plomerito al que se lo sabroseaban de oquis y ni chamba le daban, ¿no? Y ya me estaba chupando con su bocota ensangrentadota. Le hice el favor y terminé rápido, vi con asco que tenía manchas de sangre en los faldones de la camisa.
--No me volverás a ver en tu puta vida, arrastrada.
Y para creérmelo yo, para que se lo creyera ella, saqué de un florerito de porcelana (una bota como casita de duende) que tenía ahí en una repisa, un montón de dinero. Ya le había clachado que ahí escondía billetes grandes. Agarré unos cuantos ahora sí que para pagarme. Eso de pagarme estaba feo, pero peor haberse dejado sabrosear de oquis. No abusé: sólo agarré como para un mes de andar de parada. Yo ya sabía desde hacía meses que ahí guardaba hartos billetes grandes, y nunca, se lo juro, le había robado nada. Menso y bien educado que era uno. Yo nomás le decía a la Geles: Oye necesito esto, o lo otro, y me lo daba. Yo no había robado nada en esa casa. Así que ahora lo que es del César pues pa el César:
--Esto me toca --dije con mucha seguridad.
Me embolsé los billetes, agarré mi chamarra y aventé un cenicero sobre el gran espejo de la sala. A la Geles le gustaba hacer el amor ahí, con la luz prendida, y a mí ni me pelaba, más bien se la pasaba viéndose de ladito a ella misma en el espejo, montada en mí, yo a veces también la espiaba, y me gustaba más en el espejo que de bulto, es decir, se veía como más artista, como la Luna de Carne, la Amazona de la Noche, la Astronauta del Amor que había sido antes, en los cabarets.
En su cuarto tenía un posterzote a colores, toda así como salvaje pero llena de telitas y piedritas; con ése se anunciaba en el Bingo-Bango. A ella le gustaba mucho ese espejo grandote, con su marco dorado, y a mí también, ¡pero chíngate pinche Geles!, mocos, allá va el cenicero y que caen los pedazos del gran espejote sobre una vitrina y los sillones.
Yo ni me inmuté por lo del espejo, ¿no? El ofendido, y transado y jodido era yo, que ahora ella aguantara vara y se chingara un poquito. Yo ya me iba para siempre, pero ni modo de irme nomás así nomás. Fui muy calmado por mis discos. Tenía muchos discos de rock ahí, porque cada vez pasaba más tiempo con ella y la Geles no tenía discos de rock, sino puros boleros llorones, de abuelita. Escogí nomás los míos, los suyos ni ganas. Y ella había vuelto a llorar y la sangre le había vuelto a chorrear. De por sí tamaña trompa, y toda floreada. Y así, muy digno, muy sereno, ya muy padrotón, je, nomás le dije:
--Para que aprenda, señora, a no andar de cochina ni a engañar a la gente.
Así de plano le dije, "señora". ¿O qué no me cree? Pues no me crea, a mí qué, ya mejor ni le sigo contando... Nomás me está agarrando de botana, jovenazo. Pero no se me quiera pasar de cincho, ¿eh? Bueno bueno, yo nomás decía... Digo, nomás le digo, joven, uno por las buenas es muy bueno.
Total se me hizo como muy elegante, muy justo, muy ve-y-chinga-a-tu-madre, decirle así: Señora. Y salí de su casa sin más panchos. Ella ni gritó ni quiso quitarme nada. Total, nomás era lo mío. Y como que, al fin, me había agarrado respeto, miedo. Porque me la pudo hacer de tos. Ya ve que era gigantona y bien robusta, ¿no? Y yo ahí correoso correoso, eso sí, pero bajito, ¿no?, y menudito, si hasta los cabrones de los Chacales, cuando nos veían juntos por la calle a la Geles y a mí, nos gritaban ¡Ahí va el albondigón con su palillo! Pero ni se resistió ni nada. Ni le hubiera servido mucho, digo, je, chiquito pero picoso.
Y nadie estaba afuera del departamento ni del edificio, en toda la unidad nadie se asomaba ni nada. Ni parecía que nadie hubiera pelado nada de nada, y yo de pendejo todo pasoneado de que toda la Unidad nos estaba viendo.
No sé si me sacó de onda que nadie viera cómo me había, ¿eh?, reivindicado, ¿no?, como los campeones que pierden el título pero ganan en la revancha, entonces se dice que se reivindican y yo estaba ganándome mi revancha.
Pero también como que estaba a todo dar que nadie se enterara nada de nada. Nada por aquí, nada por allá, el Castigador nunca estuvo por ninguna parte. Y me fui caminando a mi casa, ya más sereno, con la conciencia limpia, como que había limpiado mi conciencia con los madrazos y el puto espejo roto, mi honor, ¿no? Pero también iba triste, porque yo había creído que la Geles era mi oportunidad de dar el gran salto en la vida, y mi oportunidad, mi destino me habían engañado.
Eran como diez mil pesos lo que le había bajado a la Geles. Mucho más de lo que me esperaba. Era cuando el dólar estaba a 12.50. Unos ochocientos dólares, para que me entienda usted. Le di a mi jefa dos mil pesos. Se me quedó viendo como diciendo: ¡Hijo! ¿Qué hiciste? ¡Ya te van a llevar a la cárcel! Pero yo le había dicho antes, como anticipando mi éxito en el gobierno, y para que no me estuviera preguntando todo el tiempo que qué hacía y dónde andaba, que de un tiempo a esa parte no se me veían ni mis luces... Le dije que estaba trabajando para el gobierno. Misión especial. Con un licenciado muy importante.
--Ya me pagaron, ma. Me debían uta muchos meses de sueldo. Ya ves que no te pagan luego luego cuando entras. Pasan muchos meses y luego te lo pagan todo junto.
Y entonces mi mamacita se soltó a llorar, dándole a Dios las gracias de lo bueno que le había salido su único hijo, tan diferente del haragán de su padre; y yo vi la cara del Sagrado Corazón, el cromo que tenía junto a su cama, con esa cara que le pintan de que se traga todo, como de un dios muy tonto que se lo traga todo, je, y nomás me dije: "Chin, Castigador, no te vaya a castigar Diosito por andarle tomando el pelo".
No se me ría, joven. Ya sé que ustedes los ricos, los que van a la universidad, son muy descreídos y ateos y no respetan la fe sencilla de los humildes; yo soy una lacra social, pero por mi Dios sí me la rifo, ¡Viva Cristo Rey y María Santísima!, siempre me encomiendo a ellos, como me enseñó mi jefa, y también le pido perdón de lo malo que he sido. Eso sí no tengo. Descreído no soy. Y donde alguien le falte el respeto a Diosito Santo y a la Milagrosa, claro que me las rifo, aunque ya no me puedan perdonar, ¿o usted cree que todavía me perdonen? Yo digo que ya no. Pero otros dicen que siempre perdonan. Cuando se enojaba conmigo, el padre Aceves me decía:
--¡Ahora sí, Castigador, ya ni la Virgen del Carmen te va a perdonar!
Y eso que la Virgen del Carmen es la que perdona más fácilmente, si uno lleva su escapulario, que mire usted, joven: aquí está, para que vea lo que le digo...
Yo estaba muy acelerado y derrotado y orgulloso de mí mismo, pero también, como le decía, pues como avergonzado. No del rodillazo. De eso estaba contento. Sino todavía de haberme dejado ver la cara tantos meses y ora sí que arrebatar las ilusiones. ¿Cómo le explico? Había tenido la gloria cerca de mi boca. Ahí, como redondito y reluciente, un manjar, cerquita, y zas: nada por aquí, nada por allá, cuál chamba ni cuáles mordidotas ni qué la chingada: todo había sido para sobarme el pito de oquis. Ni tan de oquis.
Pero eso no se iba a quedar así, para nada. El mundo, inmediatamente, me iba a pagar algo. No me bastaba la lana que acababa de bajarle a la Geles. Yo estaba ahora encabronado con todo el mundo, con toda la ciudad. No se iba a quedar así la Pinche Realidad, la Pinche Ciudad con sus rascacielos y casotas y güerotas y cabrones en moto, todos riéndose de mí con todos los dientes. No me conocían. No conocían al Castigador.
Yo ya había crecido mucho, había crecido horrores. Y ahora me iban a ver. Me sentía capaz, con ganas, y más que con ganas con la obligación de madrearme con quien fuera, pero ahora sí hasta que corriera sangre, de medirme con un cabrón cuerpo a cuerpo, y echar la muina, y ganar o perder pero quedar bien madreado y bien limpio.
Asaltar a un pendejo, ¿por qué no?, me daba gusto sentirme el Malo, ¿pues a poco el único pendejo en todo el ancho mundo iba a ser yo? O ligarme a una princesita, de esas niñas ricas todas ingenuas y bonitas, que ni salir de su casa las dejan. O agarrar un carrote del año y voltearlo, así dejarlo llantas pa arriba, nomás para que vieran que yo sí podía voltearlo. O prenderle fuego a una caseta de teléfonos, y que se quedara ahí echando humo toda la noche. O irme de rodillas a pedirle perdón a la Virgencita de Guadalupe.
Le digo que me puse de veras loco y de veras sentimental, con ganas de ponerme una borrachera a morir, como las de la Geles, pero no con la Geles, sino con los Chacales, mis hermanos, los únicos hermanos que tenía en este puto mundo. Así que agarré una lana, una buena lana, parte me la metí en la bolsa y unos billetes me los escondí en los calcetines, en el dobladillo del pantalón, y me fui como el Santaclós a invitarles una gran parranda a mis Chacales: a donde quisieran lo que quisieran, por eso eran mis cuates, y ahí estaba yo: su valedor.
Regresé a la Unidad Garrido Canabal. Ya todo me valía madre. Andaba yo como con resplandores, ¿no?, muy campeón, muy échenme a la Geles, y al Germán, y a sus compadres, y a los vecinos, y a la tira; pero no había nada, no había nadie. Nadie en la cancha de básket. Y era la hora en que debían estar por ahí los Chacales, viendo qué transa agarraban, o nomás jugando básket hasta la madrugada, como los meros dueños de la unidad. Pero nada de Chacales.
Me puse a fumar, a esperarlos, y no llegaban. Vi la hora en el reloj negro que me había regalado la Geles (un reloj grandote, padrote, como de buzo, que decía qué horas eran en Hong Kong), y nada de que llegaban. Pensé que sería el frío, porque estaba haciendo frío, estaba soplando un airecito calador, pero nunca los Chacales le habíamos tenido miedo al frío. Ahí habíamos estado hasta el amanecer muchas veces, chupando y quemando y jugando básket, o nomás cesteando, todos para uno y uno para todos, los Chacales, que platicando de esto, que de lo otro, las horas, bien padre.
Me entró entonces, por pura ociosidad, no le digo que por remordimiento, porque también se lo diría, total ahora yo ya, total ahora yo ya qué. Se me ocurrió por mala suerte, joven. O por castigo de Diosito, de eso que mi jefa le diera gracias llorando por mi trabajo en el gobierno, ahí sí se me hizo chinito el cuero y dije "Ahora sí Diosito me va a castigar".
Me estaba aburriendo. Siempre me aburro, joven, y siempre que me aburro pasa algo grueso, ¿no? Por puro aburrido, para dar tiempo a que llegaran los Chacales, quién sabía qué onda los estuviera entreteniendo, me fui a dar muy quitado de la pena la vuelta por toda la Unidad Garrido Canabal.
Andaba yo así como muy filosófico, muy sentimental. Nomás me acordaba de mis viejos tiempos ora sí que de plomero, tiempos que ya se habían ido al carajo, y estaba yo solo y sin futuro ni nada, y me daba lástima también la Geles toda monstruosita y calientota, el Rugido de la Luna, la Piel de las Estrellas, tan borracha y llorona la Geles, tan llena de bolas y piernas y pelos y pestañas y todo ahí revuelto lo natural con lo postizo y con lo operado, ¿qué iba a ser de la Geles sin mí, ahí solota, ahí cantando boleros, "¡Soooooy looo prohiiiiibidooooo!", joven, empedándose sola y chille y chille porque nadie la quiere y todo mundo nomás le saca lana?
7
LA UNIDAD GARRIDO CANABAL era igualita a todas las que hacía el gobierno por esos años, que ve que fue cuando hicieron furor las unidades habitacionales, los multis, que eran la gran novedad. Parecían edificios de escuelas o de hospitales: blanqueados con cal, ventanotas. Eran hileras de seis o siete edificios, ya no me acuerdo bien, de cinco pisos por edificio, los edificios separados por andadores y arbustos, ¿no? y cada cinco o seis edificios, un estacionamiento. Puras hileras de edificios iguales, andadores iguales, estacionamientos iguales. Si uno se distraía se metía a otro edificio igualito, a otro departamento igualito, a otra cama igualita, con otra ruca igualita, je. Ah qué jovenazo.
Desde abajo, desde los andadores, sólo distinguía uno los departamentos (cuando podía distinguirlos) por las cortinas, ¿no? Todos los edificios blancos, pero en las ventanas había cortinas unas azules, otras de cuadritos. Y luego pósters. Que del Papa, que del Sagrado Corazón, que de Javier Solís, que de López Mateos. Ya ve que todas las viudas de México estaban enamoradas de López Mateos. En el día se distinguían mejor, en la noche no tanto. Se veían todas las ventanas negras, menos las que tenían la tele prendida, que se veían como azules. No había llegado, claro, la tele a color, y no había muchos canales. Así que yo caminaba y andaba oyendo de ventana en ventana el mismo programa de tele, que era de mariachis.
Y así me estaba despidiendo de la unidad, de la Geles, de mi pasado, porque yo ya me iba a ir muy lejos. Para no volver. Al puerto donde se halla la Barca de Oro. Andaba triste porque ya me iba a ir muy lejos. Y entonces me encaminé, como quien no quería la cosa, como quien iba a otra parte, ¡al mero departamento de la Geles!, joven, ora sí que todo buen criminal regresa al lugar del crimen, como me estaba usted diciendo, ¿quiere otra? ¡Pues salud!
Entonces regresé al lugar del crimen a ver qué onda. No sé qué me imaginaba, que tal vez la Geles estuviera esperándome, chillando por mí. Si estaba chillando, seguro se iban a oír sus chillidos desde las escaleras, ya ve que en esas pinches unidades se oye todo, y luego la gente anda muy decente muy nalgaparada como si todos los vecinos no le conocieran todos sus ruidos, ¿no? Y cuantimás la Geles, que era buena de escandalosa...
Y de pronto, mocos, otro tropezón con la realidad. Ahí estaba el Germán.
Ya ni modo de echarme para atrás ni de hacerme pendejo. Yo sabía que el cabrón se las olía. Los propios Chacales me lo habían dicho. Y conociendo a la Bomba Bamba del Bingo Bango con su Bimbo Bemba, la Reina de los Caníbales, el Panal de Rica Miel, pues ni modo que esperara que se pasara ella meeeeses sin carne humana, ¿no?
Así que nomás me dije: "De veras qué rependejo eres, Castigador, siquiera te hubieras traído una navaja", ¿no, joven? Digo, ¡mínimo! Aunque cuál navaja, yo nada más tenía una navaja suiza que me había regalado la Geles, una de esas navajas suizas con el titipuchal de aditamentos, que desarmadorcito, que tijeritas, que pincitas, que si se te entierra una astillita en el dedo pues ahí está la desa, y hasta un piche palillo pero de fierro, hágame usted favor, "el mondadientes"; decía la Geles, la Mondaclientes, le debían decir a ella.
Total, digo yo, ¿de qué me iba a servir esa tal navaja suiza si el cabrón del Germán me echaba ahí mismo la bronca?
Pasé así, haciéndome el, je, condómino, caminando como muy vecino y usuario y cuentahabiente y condómino y locatario, todo fresísima y con cara de ¿qué me ves, muerto de hambre?, y sumí el estómago para que no me oyera ni respirar ni las tripas, para que no me oyera nada.
Pasé como espectro. Una sombra y ya. Pero bien dispuesto a saltar sobre él y arrancarle los ojos si me cantaba la bronca, pinche gandaya: lo mal que se había portado con la Geles, y todo lo que le había robado, y todo lo que la había estado padroteando; y luego que ni verga le daba, y ahora se hacía el que la tuviera de oro, el Monumento Nacional, como también anunciaban a la Geles en los cabarets del tipo del Bingo Bango, el Hemiciclo del Amor, el Campo Marte del Sexo, la Explanada Pasional. Bueno, pues ahora hasta el Germán se las andaba dando de Monumento Nacional, muy obelisco, como dicen.
Pero también a él le pudo pasar lo mismo. O sea, que me vio. Se dijo: "¡Aguas, ahí viene el Castigador! Mejor me hago el calladito, no sea que me quiera madrear", ¿no? "Mejor me hago el espectro, la sombra nada más, entre tu vida y mi vida, no sea que me reconozca el Castigador y me quiera cantar la bronca", ¿no? Eso debió haber dicho el Germán.
Total que pasé junto al Germán así pegadito, como a diez centímetros, porque estaba paradote en mitad del andador como si fuera el dueño de la unidad, así, anchote, que casi ni cabía en todo el andador. Y ninguno de los dos dijo buenas noches, ni ¿qué te traes, cabrón?, ni nada. Ninguno de los dos ni pío dijimos. Así como una corriente de aire y otra corriente de aire, fuhhh, fuhh, ni ruido hicimos. Aquí nadie ni sopló nada.
Y tan no pasó nada que me dije, digo nomás lo pensé: "Ah, caray, esto está muy raro". Y así suavecito, como muy elegantemente, y como quien no quiere la cosa, voltié a ver por qué el Germán no había hecho ruido ni me había dicho nada, ¿no? No fuera a esar muerto, muerto pero de pie; no fuera a ser de veras un espectro o una sombra nada más, entre tu amor y mi amor.
¿Y qué cree usted? Que me voy encontrando con sus ojotes. Tamaños ojotes. Callado pero con tamaños ojotes pajarotes bajo la luz del arbotante, espiándome el cabrón.
Me dio miedo pensar que lo había agarrado en el momento en que me iba a dar un tiro por la espalda, o que me iba a tirar un puñal o una daga por la espalda, ya ve que hay unas dagas finitas finitas. El cabrón cobarde. Padrotillo tenía que ser. Pero también lo vi a él con miedo de que yo me estaba dando la vuelta de la Ley del Revólver, para sorrajarle un tirote en la barriga, o sea abrirle fuego cuando él creía que yo ya me había esfumado como sombra o espectro nada más.
Ahí estaba parado con tamaños ojotes junto al cochezote de la Geles, o sea el cochezote del importante y difunto marido de la Geles, que el Germán se había agandayado y no quería devolver para nada. Pero la Geles me había dicho poco antes que ella le iba a quitar a como diera lugar el carrote, para que nomás yo lo manejara y la llevara a Acapulco, le gustaba mucho Acapulco, le gustaba mucho el mar a la Sirena Exuberante. Digo: exuberante por delante, y por detrás pues mucho más.
Me tardo mucho en contarle esto, pero todo pasó así, en un segundo. Yo pasé junto a él como el hombre invisible. El se quedó parado como el hombre invisible. Bien invisibles los dos, con tamaños ojotes. Y luego voltié y él me estaba espiando. Y yo que sigo mi camino como si no hubiera volteado ni nada, unos cuantos pasos, diciéndome: "Diosito, que este cabrón no me vaya a matar, que no me vaya a matar, por lo que más quieras que no me vaya matar este culero por la espalda".
Y él hizo como que miraba a otra parte y ni me disparó ni me quiso alcanzar ni nada. Y en eso llegué al final del andador, donde daba vuelta, y que me doy en chinga la vuelta para quedar del otro lado del edificio, ¿no?, y luego zas, que me escondo entre unos arbustos, y desde ahí me quedé viendo cómo el cabrón alzaba la oreja, ¿no? Como para seguir oyendo mis pasos, para estar seguro de que yo me largaba, no se me fuera a ocurrir regresar. Volteó luego para todas partes, se calmó, pues, se relajó como dicen, prendió un cigarro y se recargó a sus anchas, el muy padrotón, sobre el cochezote que le había agandayado a la Geles, como si de veras fuera suyo.
Ahí me quedé quietecito en los arbustos. Yo pendiente. Como en el chiste: yo pendiente. Todo se me hacía muy misterioso. ¿Qué estaba haciendo ahí el cabrón, no? ¿Qué estaba haciendo que ni subía ni se iba ni nada? Total: como la Geles era puro taco de lengua y ni lo ponía en su sitio ni nada, el Germán seguía siendo muy su marido, y si venía a verla a ella, a sacarle lana (porque ya le conté que se pasaba la vida, el padrote, sacándole lana), a darle sus madrazos (porque la amansaba a madrazos, y porque no me parecía bien que madreara tanto a una vieja, bueno, pues yo esa noche no estaba en posición de de criticarlo mucho por madrear a la Geles, ¿no?, aunque conmigo todo era diferente, era la primera vez, la única vez que golpeaba a una mujer, porque ya nunca me iba a dejar ver la cara por las pinches viejas, y ella me había forzado a darle un lleguecín, suavecín, porque me había en-ga-ña-do a lo feo, había jugado con mis sueños y con mis i-lu-sio-nes); digo, si venía a cualquier cosa con la Geles, ¿qué hacía allá paradote, no?, ¿por qué no subía a la casa y ya?
Se me puso chinito el cuero. Se me atrancó el estómago. El corazón me daba unos vuelcotes. Es que pensé que el Germán venía a matarla y estaba esperando a sus cómplices, o a que ya no hubiera nadie alrededor. ¿Para qué otra cosa podía estar esperándola muy silencito y todo nervioso afuera?
No sabía yo ni qué pensar. ¿Debía defenderla? Un hombre ante todo es un caballero, y en riesgo de muerte, pues como que todos los agravios pasan a segundo término. ¡Pero la Geles me acababa de traicionar a la feo! Y ya habíamos ter-mi-na-do. Ya la había yo mandado a la goma, ¿o no, joven? Yo ya nada tenía que ver entonces con su cochino marido vivo, ni con el muerto, ni con nada.
Y hasta de pronto me cayó bien el Germán, porque pensándolo bien, como yo lo estaba pensando bien agazapado en los arbustos, ya tan metido ahí que de plano parecía que las ramitas me salían de las orejas, digo, llegué a la sencilla conclusión de que, a fin de cuentas, el Germán podía muy bien ser otra víc-ti-ma de la Geles. No un cabrón, sino otra víc-ti-ma de la Geles, el Furor de la Sangre Azteca.
A lo mejor el Germán tenía su propia versión, su versión de él. A lo mejor también él había sido usado, chupado, mordido, fonicado, cogido, engañado por la Geles; y a lo mejor se había quedado tan colgado de la brocha, tan sin su oportunidad en la vida, tan con su destino roto, como yo.
Ya francamente no sólo me estaba cayendo bien, le estaba teniendo cariño, lo estaba sintiendo como mi cuate de infortunio. Y ya se me estaban queriendo salir las de san Pedro otra vez, y sentía ganas de salir de un brinco de entre los arbustos y gritarle: ¡Mi hermano!, así, con los brazos abiertos (al fin éramos como hermanos de..., je, leche, digo, por la Geles): ¡somos hermanos de desdicha! ¡Olvídate de tu venganza y vamos a ponernos una borrachera de aquéllas, con buen vino y chamacas lindas, jovencitas, normales, no Portentos de la Cirugía como la Geles! ¡Yo pago! ¡Te invito! ¡No te ensucies con la sangre de esa mujer, Germán, mi hermano... de leche, je! ¡No vale la pena! ¡Todavía estás a tiempo! ¡Levántate si te encuentras caído, y ya verás cómo el destino te recompensa y te da otra oportunidad para rehacer tu vida!
Bueno: esto era en general lo que hubiera yo querido decirle, aunque por entonces yo todavía era un chamaco sin luces, muy analfabeta, muy neófito. Todavía no conocía al padre Aceves, ni a los Testigos de Jehová, ni a los Alcohólicos Anónimos, ni a los de Dianética, ni sabía lo que era una orquesta ni subirse a un escenario, ni había trabajado en la tele ni en el cine, ni había sido chofer del senador Domínguez, ni había tratado con los hermanos de la Puerta Dorada, los seguidores del Gancho de Oro, que fueron quienes verdaderamente me enseñaron a ver, con profundidad, el sentido de la vida, a filosofar con luz interior y a expresarme con propiedad, en buena lengua. Pero más o menos eso hubiera querido decirle, aunque con las otras palabras de mi juventud, mi inocencia y mi cortedad de neófito. Pero me contuve: seguí alerta y muy pendiente. Pendiente, yo pendiente. Porque también me latía que el cabrón de Germán a lo mejor estaba nomás loco, o emputado, o andaba drogado, o pedo. Qué tal si sí traía pistola.
Sí, tuve algo de miedo, y más me hubiera valido escuchar la voz del miedo, joven Miguel: es una voz muy fina la que tiene el miedo, y se oye bien clarita cuando todo está en calma. Sí: oí la voz del miedo: "¡Pélate! ¡Lárgate corriendo de aquí, pendejo Castigador!", pero no me dio tiempo de obedecerla, porque de repente llegó así silencito, un coche sin placas y sin luces, todo mudo y oscuro como si fuera otro espectro, y bajaron dos sombras, así tiesotas y de traje. El Germán los recibió muy lambizcón, muy barbero el cabrón.
8
ENTONCES YO ME DIJE: ¡En la madre, Castigador, es la tira! ¡Todos andan tras de ti! ¡Trajeron a la tira y todo! Rajó la Geles. Lo rajó todo. Te van a meter al bote. La puta de la Geles ya rajó. Trajeron a la tira y te van a levantar un ac-ta.
Las sombras tiesas se movieron en el andador (yo veía las sombras nomás, de pendejo alzaba los ojos). Unas sombras bien cuadradotas. Unos brazotes de rectángulo, de tira. Unos sacotes chanchos, como de Frankenstein, así se movían las sombras como robots. Sus zapatos, unos triangulotes. Iban y venían inspeccionando el Lugar de los Acontecimientos. Pasaron cerca de mi cabeza, y el culerísimo del Germán ahí haciéndoles la corte, muy caballero el cabrón:
--Por aquí, señor oficial.
Yo estaba muerto de terror, pero encendido de rabia, joven. Nada más me decía, ahora sí chillando lágrimas bien calientes: "Me las van a pagar. ¡Putos! ¡Me las van a pagar todos!
Me voy, no me voy, los madreo, ¿pero con qué? Si tuviera una pistola, una bomba, una bomba de esas molotov que salían en los noticieros, pero nada, ahí estaba yo en los arbustos como encueradito, otra vez humillado, otra vez pendejo: mejor mandarlo todo a la goma ¡y pelarme!, total, traía en los calcetines y en las valencianas mucho dinero. Porque ya ni modo de ir a ver a mi jefa, seguro me andaban buscando por todo México. Y más en la casa de mi tía Meche.
Seguro, pensé, me andaba ya buscando la tira por la casa. Seguro llegó a la casa, calladito, despacito, un coche sin luces ni placas. Seguro salieron de él esas sombras de brazotes como postes, de panzotas cuadradas, de zapatotes triangulares, de piernas enormes que se alargaban en el pavimento y se subían a la banqueta como un tapete, como robots asesinos, ¿no?, con sus lentes oscuros y sus mancuernas grandototas, de ésas de piedras enormes de fantasía que se usaban entonces. Estarían ahorita mismo madreando a mi tía Meche, a mi primo, ¡a mi jefa! "¡Con una chingada! ¡Confiesen! ¿Dónde se esconde el Castigador?".
Pobre de mi ruquita, también estaba sufriendo por culpa de la Geles. ¡Claro! Por eso no estaban los Chacales en la cancha de básket. También los andaba persiguiendo la tira para que confesaran dónde se escondía el Castigador, si se había pelado a los Estados Unidos o más bien nomás a Acapulco.
Y el pendejo Castigador, si se necesitaba ser idiota, ¿dónde más iba a estar en esos precisos momentos, si no escondido como menso entre los arbustos ¡frente al edificio de la Geles!
Nomás con que se asomen bien, Castigador, me dije, ya tu historia se acabó y vas a ir a dar al tambo. Nada más me faltaba estar en cuclillas sobre pura caca de perro. Yo sentí mojada y sospechosa la tierra donde ya tenía bien hundidos los zapatos, y casi con la seguridad de que iba a estar enterrado en pura mierda, bajé la mano que me temblaba como de resorte, y agarré un poquito de aquello; lo alcé para ver si era caca, pero no: nomás era tierra. Olía mal. Quién sabe qué chingadera le ponían a la tierra de los jardines de la Unidad Habitacional Garrido Canabal, porque la verdad olía a madres.
Y entonces oí pasos. No sólo los sentí, sino que los oí. Tragué aire (también olía a caca, pinche aire de la Unidad Garrido Canabal) y alcé un poco los ojos. Era la Geles, llorando, pero como si le hubieran puesto en toditita la madre, no nomás un puto rodillazo en el hocico, sino en toda la madre, y ahí estaba llore y llore, con un abrigo, y el cabrón de Germán muy caballeroso (si nunca la pelaba, el güey) la subió al coche, y los policías también se subieron a su coche, unos en uno y otros en otro, y se fueron manejando en calma, sin violar ninguna regla de tránsito.
Bueno, dije, ahora van a hacerla todavía más de pedo a la delegación. Qué consideraciones ni qué piedad iban a tenerle al pobre del Castigador. Estoy perdido, me dije. Ya ni escapar, ya ni pedo, ya ni nada. ¡Pero esto no se va a quedar así! ¡Voy a prenderle fuego a toda la casa de la pinche Geles!
Y me estiré, me levanté muy seguro, muy diabólico, muy villano que regresa al lugar del crimen, y no pasó nada: nadie me vio, todo mundo estaba viendo la tele; entonces dejé de sentir el puto silencio que creí que estaba sintiendo, ¿no?, el puto silencio que me imaginaba sentir, y escuché las teles: eran puros comerciales bien ruidosos, bien acelerados: "Estaban los tomatitos bien contentitos, cuando llegó el verdugo a hacerlos jugo", tatata tatatata etcétera, mientras subía las escaleras del E-21 rumbo ora sí que al escenario de mis éxitos, y con dos pinches fierritos abrí la puerta; prendí la luz y ¡eh!, jovenazo: ¡qué destrucción!
¡No tenía naditita de madre, ni límite, ni de medida alguna, la pinche Geles! Me estaba fornicando otra vez, me estaba cogiendo, montada otra vez encima de mí: tú no te muevas yo hago todo, ay qué rico, ahora muévete, ahora esto, ahora lo otro, hasta que me tragaba todito y se quedaba toda feliz y ganadora.
Estaba usando nuestra pe-que-ña de-sa-ve-nen-cia para robarse a sí misma, es decir, al Germán, todas las chingaderas que tenía escondidas. Me la imagino: "¡Ay, Germán, mi amor, me robaron, ya no tengo nada, ya no tenemos nada!". Y yo ni en cuenta. Pero todo a cargo y costa y lomos de su seguro servidor, el Ladrón-de-Todo-lo-que-tenía-la-Geles. Y ya me estaba ahorita mismo denunciando en la delegación de policía, denunciándome todo lo que yo no había hecho. "¡Millones!, estaría diciendo; Señor Licenciado, fíjese usted que yo tenía tantos millones y tantos centenarios y tantos dólares y tantas joyas y tantos aparatos y llegó el Castigador y todo me lo robó, y lo que no pudo llevarse lo rompió, ¡y hasta me alzó la mano!" Todo para que el Germán ya no le quisiera sacar más y a mí me refundieran en la cárcel para el seculaseculorum.
Más ganas me dieron entonces de quemarle todo su pinche changarro, ¿no? Total, si ya me lo iban a cobrar todo y para siempre jamás, pues que fuera por algo. Anduve caminando por las ruinas. Los sillones y los colchones destripados, las macetas rotas y volcadas, las plantas arrancadas, reguero de tierra por todas partes; las mesas y las sillas volteadas, un tiradero de trastos y peluches y adornos de plástico y porcelana; arrumbados y llenos de trapos arrugados, los cajones del closet, el tocador y el armario; hasta en la cocina había desmadre, como si el Castigador se especializara en asaltar ollas de barro, carajo.
¡Fuego! ¡Fuego! ¡Todo, pinche Geles, todo a la lumbre!
Y ya andaba yo buscando alcohol, vinos, lociones, perfumes, merthiolate, lo que fuera, para prenderle fuego a todo aquello como revoltijo de estopa, cuando me vino la idea: ¡Alerta, Castigador, pendiente! Ojo avizor. No es contra ti el pedo, aguas: si ella de veras se quisiera vengar de ti, del rodillazo, piensa, ponte listo Castigador, piensa bien cómo es la puta de la Geles.
Digo, si eso fuera, más bien se habría hecho la mensa, rencorosa la Geles, hipocritona la Geles, y a los dos o tres días me habría vuelto a mandar llamar con alguno de los Chacales, "Díganle al Castigador que me venga a arreglar la plomería, que se volvió a descomponer", y me habría dicho llore y llore, sofocándome con sus brazos regordetes: Perdóname, mi Castigador, mi amor, mi vida; perdóname, mátame, golpéame, pero por lo que tú más quieras no me abandones. Y vendrían entonces las lagrimotas, ¿no ves que qué va a ser de mí en la vida sin ti?
Y luego, claro, ¡madres!: me echaba cualquiera de esos chochos tremendos que tenía, tenía dos cajones grandes llenos de todo tipo de medicinas, para envenenarme, o nomás para dormirme, y luego cortarme la cabeza como al Holofernes, ya ve que de eso hablan en la Biblia, ¿o qué usted nunca ha estudiado la Palabra de Dios?, con tamaño cuchillote chicharronero.
Además, pinche Geles, que no mamara: todo lo cochinota que era ella en las cosas del sexo: que vamos a hacerlo hoy así, que no, que mejor asado, ¿nunca lo has hecho así, Castigador? ¡es riquísimo!, que hay que hacerlo diferente cada día, mi amor; digo, todo lo cochinota que era ella para la cogida y la mamada, era, uta, lo contrario, peor que mi tía Meche la cacica en el orden de sus muebles y sus trapos, en la limpieza: que límpiate mi Castigador los zapatos en la jerga antes de entrar, porque luego mi amor me enlodas toda la alfombra; que no pongas mi amor el vaso así sobre la mesa, mi vida, porque luego quedan marcas en la madera, ponle el portavasos, Castigador; que ten cuidado, por favorcito con el cenicero, mi vida, ya ves que luego se cae el cigarro y me quemas todo mi sillón, y luego sale carísismo retapizarlo, Castigador, y no creas que lo digo nomás por el dinero, sino porque luego ya ves que una nunca encuentra ni tapiceros ni carpinteros ni nadie.
De modo que no fue mayor mérito de detective voltear todo el departamento al revés: ahí había gato encerrado, ni pensar que la Geles había armado tal desbarajuste no tanto para fastidiar a su Castigador, sino para esconder algo y engañar al güey del Germán, ¿no? Aunque de cualquier modo ahorita estuviera en la delegación acusándome de una lista uta eterna de robos y destrozos.
Bien, me felicité: pero date prisa, Castigador; y por favor, me urgí, no sigas haciendo pendejadas ¡y apaga la luz! que te está viendo toda la Unidad Garrido Canabal y tus Enemigos pueden regresar en cualquier momento. A lo mejor nomás fueron a firmar la denuncia y ya.
Apagué todas las luces a saltos, y luego, arrastrándome entre todo ese desorden, traté de buscar lo que hubiera escondido la Geles. Los sillones estaban acuchillados: metí la mano entre el relleno, saqué paja, hule espuma, estopa y nada. Nada nada. Nada. Si había escondido sus aretes y collares, a ver dígame, joven Miguel, ¿dónde los iba yo a encontrar entre todo ese merequetengue? Ni en una semana de andarle buscando.
¡Fuego a todo, Castigador!, me dije. ¡Fuego! ¡Y pélate! ¡Pélate ya!
Creo que fue esa palabra, fuego, la que me hizo pensar en papel, en billetes, y en seguida en otra cosa: en documentos, escrituras, facturas, letras de cambio, contratos. Los documentos secretísimos que la propia Geles --la Firma del Amor, la Rúbrica del Deseo, la P Mayúscula de la Pasión-- me había contado que su importante y difunto marido le había dejado (a ella y sus compadres) como legado.
Entonces salté. Y con cuidado, con muchísimo cuidado fui arrancando las bolsas de plástico que había cosido la Geles en el interior de los muebles despanzurrados, bien pegadas a la tela, que ni se notaban. Saqué como ocho bolsas de papeles.
Y entre los tepalcates de las macetas, las plantas arrancadas y los montones de tierra, distinguí unas monedas: Pinche Geles, tus centenarios. Y entre la estopa del sofá acuchillado, una pistola: Pinche Geles, tu pistola; y entre los cacharros de la cocina, las cadenitas y los collares y los aretes: Pinche Geles, tus joyas.
Y en ese momento oí el llanto de la Geles. Lo bueno que era atronador, y empezó a llorar antes de entrar siquiera al edificio.
No me quedó más que agarrar todo el botín y esconderme, otra vez en cuclillas, detrás de las cortinas de la sala. Me escondí bien, acomodé las faldas de las cortinas, ¡bueno, carajo, como se diga lo de abajo de las cortinas! Eso lo acomodé para que no se notara nada de nada, mientras escuchaba los taconzotes de la Geles en las escaleras.
Yo me conocía bien el ruido de sus tacones. Supe que venía en el segundo y luego en el tercer piso. Seguía llorando. Sonaba duro los tacones, con ritmo, arrastraditos, como gran señora. A la luz del arbotante que entraba por el balcón, examiné la pistola y, por si las dudas, le quité el seguro.
Me dije: Tu destino, Castigador, se vuelve cada vez más peligroso.
9
ENTRARON, encendieron las luces. Todavía ahora, después de tantos años, como treinta, bueno que sean menos, me pregunto si la Geles no se dio cuenta en seguida --la Ojo Avizor, la Péscalas al Vuelo, la Postre de Antropófago, la Botana del Bohemio, la Yavengodedondevás-- (pues seguro había dejado de una manera su desmadrote, y yo se lo había cambiado, ¿no?: lo había revuelto de otra manera, en mi búsqueda a oscuras), de que su Castigador estaba por ahí, escondido.
La Geles venía encabronadísima:
--Te lo dije. Te dije que no fueras tan desobligado. Que si los pinches compadres me veían sola y desamparada, se iban a querer agandayar... Germán, te lo dije... Me lo prometiste. Era tu obligación.
El padrote no le contestó, se acercó a la ventana, asomó su hocicote entre las cortinas para espiar a los coches de abajo; tuve su hocicote a medio metro de mi cabeza, pero el Germán era un menso, ya se lo dije. Ni se dio cuenta. Además, estaba pensando en otra cosa, porque dio unos pasos entre los muebles destripados y derribados, pateó una silla o un pedazo de maceta, y se le encaró a la Geles.
No, todavía no era la época a go-go. Era un poco antes. Pero ya las mujeres, no todas, nomás las artistas, andaban con sus extravagancias. La Geles se sentía modelo, modelo italiana, y se maquillaba como las modelos italianas. Fue una precursora de la sicodelia. Esa noche tenía los párpados pintados a rayas, así inclinadas, blancas y negras, y unas pestañas gigantes, extra, más allá del full size. Tenía las cejas pintadas como para agrandárselas, ¿no?, en arcos triunfales. Y la boca morada, casi negra (a lo mejor el morado para disimular el madracín, digo, el merthiolate, ¿no cree?). La Bemba Amoratá.
Y traía un vestido en forma de rombo, como pintura abstracta; bueno estaba lleno de bolas y curvas de colores, como frutero. Ya me había enseñado ese vestido, que dizque era de Milán y muy exclusivo, que en todo el mundo no había otro vestido como ese, ni en el estampado ni en el diseño, y que el modelito se llamaba "Extravagancia Tropical", pero en italiano.
--Te estás pasando de lista, Angeles --dijo muy serio, como si fuera tira o abogado, ¡y le decía Angeles! ¡nada más faltaba que también le dijera sus apellidos!, como si fuera una señora decente, y no la Vedette del Escándalo, la Rumba Tenebrosa, el Veneno Caliente, la Fiera Libre, el Jaibol de los Abstemios, el Merenguito Papá-- , y nada más haces tontería tras tontería...
El Germán hablaba ahora como profesor, como dando clase, muy despacio, para que la tonta de la Geles lo oyera bien.
--Estás ahora sí en un lío re gordo, Angeles. En la delegación no te creyeron ni una palabra. Tito y El Tuerto tampoco te van a creer nada. Y ya no tardan.
¡Los compadres también venían! Ah, si tuviera una bomba, o al menos una escalera para descolgarme y escapar. Pinche Castigador, me dije, qué pendejo eres, qué pendejo: mejor le hubieras prendido fuego a todo, un incendio chancho, y ya estuvieras ahorita muy quitado de la pena tomando tu autobús, muy cómodo, muy sentadito, rumbo a San Tuchingadamadre.
--Angeles: nos vas a tener a todos en contra. A mí me dices que fueron ellos. A ellos les vas a decir que fui yo. A la tira que una banda de asaltantes...
Pinche Geles tan cuentera. La Cinta Negra de los Desmadres.
--...y te conozco, fuiste tú sola. Mejor cuéntamento todo antes de que lleguen los compadres. Chance y nos arreglamos. Todavía es tiempo. Pero rápido...
El Germán de benefactor. Sugermán de benefactor.
--...mira que nos va a llevar a todos la chingada... ¿Qué crees, que todo el mundo se chupa el dedo? Nos van a investigar a todos. Nos van a joder a todos...
La Geles estalló: caminaba con sus zapatillas de vidrio; es decir, los tacones eran de vidrio, y dentro tenían unos alacranes cristalizados. O vaya usted a saber, a lo mejor todo era de pura piña, todo era de plástico. Que dizque también eran modelo exclusivo. Aunque ya desde entonces todo era sintético.
--¡Cómo puedes pensar eso de mí, por Dios! ¿Si hubiera querido arruinarte, me habría casado contigo? ¿Y mi boca rota? ¿Qué dices de mi pobre boca rota?
--Un araño. Te lo hiciste tú misma, Angeles. Te diste un florerazo en el hocico.
--...¿Y toda mi casa? ¿Y todas mis cosas? ¡Yo soy a la que asaltaron! ¡Yo soy la que lo perdió todo!
Con las lágrimas y el maquillaje, ya tenía los ojos hechos un charquerío. Le encantaba llorar con maquillaje y hacer de sus ojos una plasta. Le parecía muy dramático.
--El cuento de la boca, ya te dijeron en la delegación que no era nada... ¡Ya mero cuatro asaltantes!...
¡Cuatro!
--¡...nomás iban a hacerte un rasguñito! ¡No me vengas con ésas!
--Ya te dije que tuve que correr, que me atranqué en el baño...
--La puerta del baño cualquiera la tira en dos patadas. Y todo este desmadre, si lo hubieran hecho en serio, les habría llevado horas. ¿Y cómo iban a andar buscando oficios entre la tierra mojada de las macetas, eh? Viste una pinche película y dijiste: ahora me chingo a estos pendejos. Niguas, Angeles. Vas a salir muy perjudicada. No tardan el Tuerto y Tito. Te van a sacar todita la sopa.
La Geles ya estaba de plano histérica. Nada más veía sus tacones con alacrán marchando de ida y vuelta, docenas de veces, frente a mis ojos.
--¡Fueron cuatro! ¡Venían armados! ¡Grité pero nadie vino a ayudarme! ¡Me golpearon, Germán! ¡Tienes que creerme! ¡Luché como una fiera! ¿Y yo qué voy a saber por qué lo rompieron todo? ¡Buscaban joyas, tal vez, o para despistar! ¡Tienes que creerme! ¿Y cómo iban a saber que yo tenía eso? ¡Y aquí! ¡En mi casa, la casa de una mujer desamparada! ¡Ya ni siquiera vienes, ni para hacer la finta!
Se detuvo. Ahora sí la oí indignada. Capaz de matar:
--¡Y si no fueron el Tuerto y Tito, es que fuiste tú! ¡Fuiste tú, Germán! ¡Tú fuiste! ¡Termina entonces tu obra! ¡Mátame de una vez!
Yo pendiente.
Germán perdió el aplomo. Dudó. Pinche Geles. Siempre ganaba. Mire, joven, cuando uno ve que no hay justicia para nada en este mundo, no debe azotarse: hay gente que siempre gana, así son las cosas. La Geles es de las que siempre ganan.
--No te me pongas dramática, Angeles. No tenemos tiempo para escenas. Tito y el Tuerto ya deberían estar aquí. ¿A qué horas dices que los llamaste?
--Lueguitito que a ti.
--Y si ya estabas segura de que ellos habían mandado a los gangsters, ¿para qué carajos los llamaste?
--Ya te lo dije en el coche diez veces. Les dije que ya te había avisado. Que íbamos a dar parte...
--¿Y entonces el Tito y el Tuerto salieron con que yo había mandado a los gangsters, no? ¿Y si tú estás de acuerdo con ellos? ¿Si entre ellos y tú me quieren poner una trampa? Ahorita llegan, me matan, y se reparten la torta entre los tres, ¿fácil, no?
--¡No seas in-fan-til, Germán! ¡Cómo voy a ponerte a ti una trampa, si de lo que se trata es que tú me defiendas de ellos! ¡Y además la policía anda sobres! Se trata de que tú me defiendas, para eso te lo he dado todo, para eso me casé contigo, me...
Oí los inconfundibles ruidos de la Geles cuando se servía sus tragos: unos cocteles complicados, con muchos sabores, con capas de colores diferentes, como helados: abajo amarillo, luego rojo, luego crema blanca, luego una cereza...
La Cuerito Lindo, la Viuda del Penalty, la Sangrita de Tecalitlán...
Ahora pasaban frente a mí los zapatos bostoneanos, boleadísimos y crujientes, del Germán. Ahora sí que el cabrón estaba de veras preocupado.
--¿Y no habría sido tu amiguito ese, el de la pandilla!
--¡Por favor, Germán, si es un mocoso!
¡Un mocoso!
--Si puede hacer unas cosas, puede hacer las otras...
--No fue él. No fueron los Chacales. Fueron hombres fuertes, armados, despiadados. Esos chicos se conforman con cualquier cosa, se conforman con hacer mandados.
¡Cualquier cosa!, ¡mandados!
¡Con que mandados, eh! Apreté los billetes en mis bolsillos. Me arrepentí de no haberle sacado más feria.
Y ahora resultaba que nadie me andaba buscando. Que la tira ni se olía que yo existiera sobre la pinche tierra. "Ah, Castigador, me dije: la de cosas que tú solo te inventas, la de líos en que tú solo te enredas... Ya quédate calladito y luego pélate, Castigador. Da gracias que de esta vas a salir con vida".
Se hizo un silencio.
--Se están tardando mucho --dijo Sugermán--, voy a hablarles por teléfono.
--No, de aquí no, ¡debe estar intervenido!
--¿Pero tú sí les llamaste, no?
--Sí pero no.
La Sí-pero-no.
Entonces, mocos, un madrazote, un grito de la Geles, un ruideral.
--Ni les llamaste. Ni van a venir. Ni nada. Perra de mierda. Quisiste encabronarme, y que me fuera a balacear con el Tuerto y el Tito, ¿no? Muy fácil. Ahí voy de tu pendejo a pelearme con ellos. Nosotros nos balaceamos y tú te quedas con todo, ¿no? Muy fácil. Ahorita me das todos los documentos o te mueres.
Me asomé entre las cortinas y vi a la pobre Geles, desesperada, como buscando entre el boquete de estopa del sofá con un brazo, mientras el Germán le atizaba unas cachetadotas. Por más que metas el brazo en el respaldo del sofá, Geles, no vas a encontrar nada, me dije.
Ahora el Germán se fue contra ella a las patadas. Ella quería escapar a gatas, se metía entre los muebles para que no la madreara tanto. Pero tan caballona, tan llena de bolas, de nalgas, de chiches, de pelos, tan llena de todo, que no había modo de fallarle. Y hasta a mí me dolían las patadotas en el culo que le atizaba el Germán, pero así, agarrando vuelo como tirando a gol.
Finalmente le jaló la peluca, y la agarró de las greñas relamidas, todas untadas al coco que traía, mientras le arrimaba una navaja al cuello. Vi que a la Geles una de las pestañas se le había caído y ya andaba por la mitad de uno de los cachetes, como un bigote monstruo.
--Quiero todo ahorita o ahorita te mueres... ¿Dónde están los papeles, cabrona?
Aquí puedo decirle, joven Miguel, que la Geles ya no sufría. Sabía que ya no le iba a pasar nada. Que Supadrote Sugermán ya no la iba a volver a patear ni a amenazar ni nada.
Tuve que disparar. No había otro remedio. El Germán cayó en seco, con cara de babotas.
--¡Castigador de mi vida! --corrió ella a abrazarme.
--Pinche Geles --le dije yo.
--¡Me has salvado la vida!
--Pinche Geles --le dije yo.
Se oyeron ruidos en los departamentos vecinos. "Ahora no sólo eres golpeador de mujeres, padrote y ladrón; ahora ya eres también asesino, Castigador", me dije.
Ya sólo me quedaba esperar a la tira, que me detuvieran.
O esperar a los vecinos.
10
COMO SE VEN ME VI, como me ven se verán. Así que no me hagan esa carota de fuchi, de "ya me cayó el chahuixtle, pinche viejo roñoso: ya vienes otra vez a pegarme tus pulgas". Yo le contaba al Miguel. Le decía: "Este es el verdadero lado de la vida; allá en la juventud sólo se está un ratito. Hay que irse acostumbrando, mi jovenazo, para que luego no sufra tanto. Allá en la juventud sólo se está un ratito y luego se vuelve uno el perro apaleado de siempre. Cada vez más apaleado y cada vez más viejo. Déme un traguito, ándele, no sea díscolo. Al fin y al rato, en unos días, vienen sus padres de usted y lo sacan rapidito de aquí, como en alas de paloma". Pero el cabrón era impaciente. Y ya ve mi jovenazo, ¿cómo dijo que se llamaba?, se lo enfriaron cuando quería saltarse la barda. Ahí se quedó tieso y yo ni siquiera le terminé de contar mi historia.
No me haga cara de asco, jovenazo: no le voy a babear la botella, ni siquiera la chupo. Tomo de a chorrito, mire usted. Un chorrito, así, mi amigo, ¿no que no?, ni salpico ni nada: ¿le platico mi desgracia?
Me decían el Castigador. Qué jijo apodo cábula. Pinches cábulas: que porque yo me sentía muy acá con las viejas, muy guapo, muy castigador. Me lo pegaron los cuates y luego ya ni cómo quitarse el pegoste. Ahora que usted salga, si un día anda por Iztacalco... Bueno, pues hasta luego, ¿no? No le vaya yo a quitar su tiempo. Yo me entiendo solo. Termino mi cuento para mí nomás. Por si el Miguel me está oyendo, tan tiernito y ya bajo tierra. Todo mundo tiene su desgracia:
--Bésame, ámame, mi amor, me salvaste --me dijo la Geles.
--Ya nos jodimos los dos, pinche Geles --le contesté, como invitándola a entrar a mi desdicha.
--Pero, mi amor, si no nos va a pasar nada. Nomás dejamos pasar un rato. Que los vecinos crean que el disparo fue contra un perro callejero, disparo de perro muerto y ya, ¿no?
Se volvió a pegar la pestañota. Se recompuso el maquillaje frente a un espejito de polvera.
--Nomás dejamos pasar un rato, mi amor, y nos llevamos al Germán al rancho de los compadres. Ahí lo enterramos.
--¿No que ellos iban a venir aquí?
--Ah no, mi vida, qué chiquillo eres, picarón: siempre oyendo a escondidas las conversaciones de los mayores, ¿eh? No, nadie va a venir.
Y me contó su plan: Al principio sólo quería deshacerse del Germán. Que la creyera pobre y la botara, que se esfumara con todo y coche y ya, que se divorciaran y ya. El Germán llevaba meses amenazándola, chantajeándola. Ya sin los documentos del importante y difunto marido, ¿qué podía interesarle de ella? Porque si seguía de cabrón, los compadres iban a tener que matarlo. Pero ahí estaba de aferrado el cabrón:
--Lo viste tú mismo con tus propios ojos, Castigador, ¡de veras me iba a matar!
Pero luego se le había ocurrido algo mejor: que se les pusiera al Tuerto y al Tito a los balazos, y ahí acababa todo, ¿no? Pero se había pasado de listo el Sugermán.
Pero ahora ya estaba ella libre nuevamente.
--Libres los dos para vivir nuestro amor, Castigador.
Y ricos. Y ella habla y habla. Y sus piernotas, y sus chichotas, y el vestidote abstractote, y las pestañotas, y los ojotes pajarotes, y la bemba bamba. Ricos. Que íbamos a comprar tal, y hacer tal, y a ir a tal, y así que esto y lo otro, y ahí enfrente el Germán con su cara de idiotota, y dieron las dos y las tres de la madrugada.
Salí a aflojar los focos de las escaleras, y luego, ya a oscuras, muy envuelto el Germán, para que no hiciera chorreadero de sangre, lo jalamos en una colcha hasta el cochezote del importante y difunto marido.
Yo pendiente.
De cualquier manera, llevaba la pistola en el cinturón por si salían mirones.
Echamos al Germán con todo y colcha en el asiento de atrás, bien tapadito, y al rato ya íbamos rumbo a la carretera a Pachuca, al rancho de los compadres. Ella iba manejando, y yo pendiente, lo iba controlando todo.
¿No que no quería oír mi cuento, joven Gabriel? Bueno, pase el pomo. No se lo voy a babear, ándele, páselo. No se crea usted que yo me tragaba todo el cuento de la Geles. No. Qué va. Yo pendiente. Ella era una recabrona y yo pendiente. Por algo le decían la Misión Especial, el Bistec a la Tampiqueña, la Rorra Pedorra, el Sputnik Pasional, la Pambaza de la Vidaza; tenía muchos nombres cuando trabajaba de cabaretera, ella me enseñaba los volantes, los pósters, las revistas. Así que yo ya sabía y estaba pendiente. Traía, claro, la cabeza atarantada de todo lo que me había ocurrido ese día. Mi oportunidad y mi destino me habían traído como ruleta, ¿no? Que ahora pelas, que ahora otra vez chance y te sacas el premio mayor.
A lo mejor ahorita sí la Geles decía la verdad, y ya sin la carga del Germán me conseguía mi chamba del gobierno, de ponerle a todo mundo tamañas multotas y de sacarle a todo mundo tamañas mordidotas; total, yo no pedía mucho, nomás eso: mi oportunidad.
Y mientras ella manejaba el cochezote y yo apretaba la pistola, por si algún problema, volví a imaginarme de jefe de inspectores, así todo trajeado y poderoso, clausurando todos los comercios.
Pero a lo mejor no. Con la Geles uno nunca sabía. A lo mejor nomás enterrábamos al Germán en el rancho de los compadres, y me salía otra vez con que espérate otro rato, Castigador, mira que ahorita no se puede, que vamos con calma, a ver si el mes que entra...
Pero a lo mejor ahora la Geles sí había cambiado. Al fin y al cabo su Castigador sí le acababa de salvar la vida, ¿no? La Síperono.
Pero ya ve usted cómo son las pinches viejas de codiciosas y de ingratas, luego luego se olvidan de los favores que uno les hace y nomás piensan en pura plomería.
No, yo tenía que tomar mis providencias. Los documentos los habíamos vuelto a zambutir en el sofá destripado: total, a mí de qué me servían. No los entendía, ni siquiera ahora sé de qué la rifaban o cómo o qué onda, ¿no? Pero los centenarios sí me los embolsé. Le dije a la Geles:
--No te los voy a quitar. Me los llevo nomás de fianza. Nomás de mientras. Nomás de precaución.
Nomás para ver si de veras me daba la oportunidad de mi vida o me iba a volver a tantear.
Y ahí llevaba yo los centenarios, a lo pendejo, en la bolsa de la chamarra. Aunque digo yo: si uno ya lleva un muerto en un auto, pues como que no es muy inconsciente llevar la chamarra retacada de centenarios, ¿no, joven?
Mire, joven Gabriel, si no me quiere creer pues no me crea, a mí me vale, pero vaya a poner esa cara de mamón a otra parte. ¿Cómo que cuál cara de mamón? ¡Pues la que trae ahí puesta, pues cuál otra! A mí me vale.
A mí me da lo mismo que me crean o no.
Yo ya viví. Nomás hablo para matar el tiempo y qué. Porque amigos ni madres. Ni menos aquí. Puro cábula, puro gandaya.
Y ahí andan luego los malvivientes con secretitos: ¡Que pinche Castigador, cómo se adorna! Ya mero le voy a creer que anduvo con la Geles de Cibeles, si está re enano y re enclence, que la Amiba Atómica, que Neuronita la Huerfanita. Seguro ni un palo le aguanta, ahí se ahoga, ahí se sume, ahí lo aplastan.
Pura envidia. Yo sé mi historia.
Y cuando la Geles sale en la televisión, ve que ahora están pasando las viejas películas de luchadores y vampiros donde la hacía de Emperatriz de los Insepultos, Madame Drácula, la Monja Vampira, la Enfermera de los Hombres Lobo, la Virgen de los Marcianos, la Cosmic Monster, pues me acuerdo de ella y de mi desgracia, y miro a todos los chamagosos que nunca han vivido para nada, ni un solo día, no tienen nada qué contar, nada en qué pensar todos sus putos días de presos, más que jorobar al prójimo, eh.
Así que si no me quiere creer no me crea. Me vale
Muchos entramos tan chamaquitos como usted la primera vez, y nos seguimos encontrando aquí de viejos, eh.
Y a otros se los queman chamaquitos, por desesperados, como al Miguel.
A mí me vale. Para que se lo sepa.
Total que por si las dudas, por si la pinche Geles, el Furor Azteca, la Princesa Mayatex, me quería jugar rudo nuevamente, pues yo venía con todo el oro y bien pendiente, muy gangster, con pistola y todo, bien pendiente.
Y esa fue mi desgracia, porque entonces en un alto, mientras yo vigilaba a la Geles, que llega la tira y abre la portezuela y me encañonan en la oreja.
¿Para qué le cuento más? Quién sabe qué pinches señales le venía haciendo la Geles a un coche de policía, que no parecía patrulla, estaba todo oscuro, yo ni me las había olido. Y que me sacan los centenarios y hasta el relojito que la Geles me había regalado en tiempos mejores, y los billetes de los calcetines, y la madriza, y las esposas, y que me zambuten en la patrulla, que ahora sí puso todas sus luces y toda su sirenota y ¡mocos! rumbo al tambo.
La volví a ver en el juicio. Llora que llora. Que yo la había asaltado y destruido su casa ¡por despecho!, que había asesinado a su marido por ¡crimen pasional!. Que la había secuestrado ¡por amor!, ¡para disponer de ella a mi antojo! Y salí en los periódicos y todo como el escuincle loco enamorado de una artista.
Ya en la cárcel, me vinieron a ver los Chacales. Me dijeron que eso me pasaba por padrote. Que ser padrote era lo peor, que siempre uno terminaba así, pero que con ellos todo iba a seguir igual, porque eran mis cuates, ¿no?, aunque yo los hubiera desprestigiado andando de padrotillo con eso de la plomería, y fue en la cárcel donde meses después conocí al padre Aceves:
--Nomás encomiéndate a Dios y ya verás.
Así lo hice. Así me fue. Y terminé de sacristán del padre Aceves, para mayor desgracia.
Pero esto ni se lo cuento a usted, joven. Si no quiere creerme lo de la gorda Geles, y eso que salió en los periódicos, ¿me va a querer creer lo del padre Aceves?
Mejor póngase guapo y pase el pomo, ¿no?
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LA BUSQUEDA
Mercedes llegó a una esquina. Un señor esperaba la señal del semáforo para cruzar la calle.
--Perdonde, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿Que qué?
El señor alzó los hombros y cruzó la calle. Mercedes llegó a otra esquina, donde un muchacho hojeaba una revista en un puesto de periódicos.
--Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿A Juvenal Mendoza?
--Sí, a Juvenal Mendoza.
--Oye cuate, ¿conoces tú a Juvenal Mendoza? Ya lo ve, señora: aquí no conocemos a ningún Juvenal Mendoza.
--Muchas gracias.
Mercedes pasó con su niño en brazos frente a una iglesia que inevitablemente le recordó la de su pueblo, aquella vez que entró con Juvenal. La iglesia estaba vacía y por las ventanas caían chorros de luz que le daban un color como de sueño. Se fueron a hincar al comulgatorio y él, fingiendo la voz gangosa del cura, preguntó:
--Señorita Mercedes Rodríguez, ¿acepta usted por esposo al señor Juvenal Mendoza?
--¿Qué digo tú?
--Pues lo que quieras.
Se puso roja roja y, aparentando firmeza, contestó:
--Pues yo sí quiero.
--Señor Juvenal Mendoza, ¿acepta usted por esposa a la señorita Mercedes Rodríguez? --se preguntó Juvenal a sí mismo y se contestó de inmediato--: Sí, padre. --Y la besó largamente como en un final de película.
--Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--¿A un muchacho moreno, de 1.65 de estatura, flaco y como de veintidós años?
--Sí, a ése.
--¿Tiene los ojos negros, chiquitos; la nariz aguileña y un lunar en la mejilla, al lado izquierdo de la boca?
--No, Juvenal lo tiene al lado derecho.
--Entonces no lo conozco.
--Muchas gracias de todas maneras.
Siguió caminando con su niño en los brazos, preguntando en peluquerías, misceláneas, supermercados, librerías de viejo, hasta llegar a una fonda donde una matrona enorme gritaba a cocineras y galopinas que se apuraran con las verdolagas para la mesa 5 y el pollo al hongo para la 2.
--Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?
--No, mujer. ¡Eh tú, Francisca, talla bien esa cuchara, luego los clientes me vienen con reclamaciones!
--La estoy lavando bien, señora.
--Más te vale: una queja más y te echo fuera.
--Está bien, señora.
La fonda tenía un evidente aire provinciano, hasta lucía adornos de papel de china de muchos colores, como los que había en la plaza del pueblo de Mercedes cuando el Baile de la Independencia. Después de gritar ¡Viva México! hasta enronquecer, empezó la fiesta. Toda la gente bailó y bebió durante horas. Como a las tres y media de la madrugada Mercedes aceptó irse a dormir con Juvenal, pero el hermano de Mercedes, que ya se traía una buena borrachera, se dio cuenta y les salió al paso:
--Oye cabrón, ¿a dónde te llevas a mi hermana?
--Ella quiere irse a mi casa, compadre.
--Tú te la llevas y yo te rompo el hocico, hijo de la chingada.
--Pues nos lo rompemos de una vez.
--Como quieras, cabrón.
Pero el hermano de Mercedes no alcanzó a dar ni tres pasos. Se tropezó con una silla, o alguien le metió el pie, y fue a dar al suelo de bruces, bañado en cerveza. La gente rió, Juvenal tomó a Mercedes y se la llevó a su casa muy abrazada de la cintura.
--¿A quién me dijiste que buscabas?
--A Juvenal Mendoza, señora.
--¿A Juvenal Mendoza? Oye viejo, ¿conoces tú a Juvenal Mendoza?
--¿Juvenal Mendoza? No, no me suena.
--Bueno, así se llamaba. Pero ahora puede decir que su nombre es Javier Solís o Jorge Negrete.
--¿Y por qué vienes a buscarlo aquí?
--Porque él me dijo que se venía a trabajar a México.
--¡Mujer! ¿Cómo esperas hallarlo en una ciudad tan grande sin saber su dirección?
--Pues buscándolo.
--¡Qué tonta eres, muchacha! ¿Y para qué quieres verlo?
--Para decirle que ya no me ande con habladas de que soy mula, porque ya le di un hijo.
--¡Válgame Dios! ¿Y siquiera es tu esposo?
--Nos íbamos a casar, pero luego me dejó para venirse a la capital, que a trabajar de peón en una obra. Y no me quiso traer porque dijo que para qué quería una vieja que no le daba hijos, que era como quien dice nada más un adorno.
--Vaya, vaya... ¿Y piensas dar con él?
--Pues como dice el dicho: El que busca encuentra.
--¡Pero no entre millones de personas!
--Quién quita...
--¡Válgame Dios! ¿Ya comiste, mujer?
--Anoche me regalaron un taco.
--¿Ni siquiera traes dinero?
--Apenas si ajusté para el pasaje.
--Bueno: Paulina, sírvele un poco de sopa a esta muchacha. Y a ver si hay algo de leche para el niño.
--Lala, mira que te está cotorreando nomás para comer de gorra.
--Tú cállate, cabrón, que si no me hubiera fajado las enaguas desde un principio, me habrías hecho la misma gracia. Y apúrate con la cuenta de la 3, en lugar de estar metiéndote en lo que no te importa.
--Está bien, está bien, pero no te enojes, Lala.
Como acróbatas de circo, las meseras repartían platillos y recogían trastes rápidamente, saltando entre las mesas atiborradas de empleadas y obreros que comían de prisa, pero sin dejar de llevar con los pies el ritmo de una canción de Sonia López que tocaba la sinfonola.
--¿Y cómo lo conociste?
--Juvenal era amigo de mi hermano. Al principio quería casarse conmigo, pero me dejó cuando se vino a México, que porque yo era una mula...
--Pinches hombres: ¿ya está lista esa cuenta de la 3, con un demonio?
--Cuando sentí que le iba a dar un hijo, pensé en buscarlo para decirle que ya no me anduviera echando calumnias.
La matrona le ofreció empleo en la fonda, mientras se hacía de algunos ahorros para continuar la búsqueda, pero Mercedes no quería perder tiempo, y siguió caminando y preguntando todo ese día. A la noche se sentó en una banca de un parque y esperó a que pasara algún muchacho, para preguntarle si conocía a Juvenal Mendoza. Al muchacho elegido, de no malos bigotes, no le sonó el nombre, pero le preguntó a su vez si ella conocía a Felipe González.
--¿Felipe González? Así como Felipe González no, a Jesús González sí, en mi pueblo...
--Pues estás teniendo el gusto de platicar ahorita mismo con el meritito Felipe González --dijo el muchacho.
A Mercedes le gustó mucho la risa de Felipe, y sus dientes de oro y sus patillas, y unas botas vaqueras un tanto raspadas, y se fue a dormir con él a su cuartito de azotea. Era alegre y hasta cantaba un poquito, y se dedicaba a vender en abonos. A la mañana siguiente Felipe la invitó a que se quedara a vivir con él, pero Mercedes no podía perder tiempo.
Así que siguió caminando durante muchas semanas, preguntando a todas las personas con quienes se topaba si por casualidad conocían a Juvenal Mendoza. Nadie sabía de ningún Juvenal Mendoza, hasta que se encontró a un grupo de albañiles que estaban comiendo en torno a un comal improvisado en mitad de un camellón:
--Perdonen, ¿conocen ustedes a Juvenal Mendoza?
--¡Oye, Juvenal, aquí te anda buscando una señora!
Juvenal estaba orinando junto a una barda. Se apuró, se sacudió, y volteó todavía sin terminar de cerrarse la bragueta.
--¡Meche, qué milagro!
--Ningún milagro. Te busqué por toda la ciudad para decirte que ya no me andes con habladas de que soy mula, porque aquí te traigo a tu hijo.
--¿Y nomás a eso veniste?
--Sí, nada más a eso.
--Bueno, es que se me ocurrió que ahora que dices que tienes un mi hijo, me ibas a pedir que nos casáramos y toda la cosa.
--No. Eso pensaba antes. Cuando empecé a buscarte me dije: "Quién quita y cuando vea a su hijo va a querer que nos casemos". Pero ya me acostumbré a buscarte. Te busco y te busco por toda la ciudad, y cuando tengo hambre voy a una fonda y pregunto: "Perdone, ¿conoce usted a Juvenal Mendoza?". Nadie te conoce pero no me falta un taco. Lo mismo cuando necesito ropa, o zapatos, o dónde dormir. Así que ya te demostré que no soy mula y voy a seguirte buscando.
Los miraba con mucha atención un niño vestido de vaquero, con pistolas plateadas, estrella de sheriff y todo. Mercedes le preguntó si conocía a Juvenal Mendoza. No, no lo conocía, pero el niño en cambio conocía Alberto Suárez, que era cerrajero.
Mercedes le prometió que si en la amplia ciudad encontraba alguna vez a alguien que anduviera buscando a Alberto Suárez, lo mandaría primero a informarse con un niño vestido de sheriff. El niño estuvo de acuerdo y Mercedes se alejó con su bebé en los brazos.
--¡Oye Juvenal, si serás bestia! ¡La dejaste ir, y estaba re buena! --le reclamaron los albañiles.
Pero Juvenal no los escuchó porque estaba pensando en conseguirse un niño de brazos, y pasarse la vida preguntando por la ciudad si alguien conocía a Mercedes Rodríguez.
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EL ESTANQUILLO
Le decían don Arturo incluso los clientes más viejos que él, que eran la mayoría, pues no resultaba nada atractivo para los jóvenes ese estanquillo destartalado y casi vacío, con su estantería apolillada y mugrienta, apenas utilizada por aquí y por allá con unas cuantas mercancías baratas que nadie sabía desde cuándo se empolvaban.
El estanquillo era un homenaje orgulloso a la desolación, una especie de nirvana doméstico que sobrevivía a las vueltas del tiempo: había durado décadas en esa calle céntrica, en los bajos de un hotelucho abandonado y en litigio, con sus vidrieras imperturbables, que ya de tan viejas no podrían cambiar más, sino hacerse más ellas mismas a la vez que, en frente y en torno suyo se alzaban y derrumbaban edificios, se abrían y cerraban nuevos comercios y empresas, florecían y decaían novedades; y todo moría, en fin, menos el estanquillo pardo de los cigarros más baratos y de las más viejas latas de sardinas.
Simplemente por rutina, algunos de los empleados y vecinos se habían hecho al hábito de comprar ahí cualquier cosa, mejorales o refrescos, y a las horas ajetreadas muchos clientes preferían el estanquillo polvoriento a hacer colas en las tiendas más o menos prósperas del rumbo.
Además, y de ahí provenía el milagro de que sobreviviera en su ruina, la esposa de don Arturo vendía unas tortas famosas (alguien aseguraba que el secreto estaba en el chipotle) a precios exagerados, pero no se dejaba llevar por su éxito: en cuanto se agotaban las tortas de la canasta habitual, la señora alzaba su mesita de la puerta del estanquillo y desaparecía en la trastienda.
Don Arturo no tenía una presencia muy respetable; era una figura larga y flaca de cuero correoso percudido, con la nariz chata sobre un amarillento bigote hirsuto y una desdeñosa sonrisa desde el hueco de dos dientes.
Y no provocaba temor alguno, sino una especie de incomodidad de molestarlo: a tal grado mostraba su carácter absolutamente solitario, como si alguna vez hubiera decidido para siempre, y lo hubiera cumplido con terca fidelidad, mandar a todo el mundo al carajo, incluyendo por supuesto a su mujer, a la que apenas gruñía, y a sí mismo: se llevaba a cuestas con desagrado y total descuido, y hasta se diría que con un fatigado e incorregible tedio por su propia persona.
Sin embargo, don Arturo tenía una fuerza y una salud geológicas: nadie lo había visto enfermo, y si bien es cierto que no mostraba más señales de alegría que algunas infrecuentes risillas de compromiso ante algún chiste obsceno o ante un comentario malévolo sobre asuntos deportivos, tampoco se le conocían claras expresiones de tristeza ni de nerviosismo, mucho menos de hartazgo o de desesperación.
Era una vieja máquina de refrán, de las que no se rompen ni se descomponen, y que sobreviven a las relucientes innovaciones débiles.
Abría el estanquillo sin esperanzas, lo atendía sin ambición y sin prisas, y lo cerraba sin mayor fastidio que aquel con que había comenzado el día.
Nadie sabe cómo llegó a establecer el estanquillo, aunque las opiniones se inclinan, como sucede con todos los chismes, por los lugares comunes de la vieja literatura: la tiendita ya estaría en ruinas cuando el joven Arturo, que no encontraba empleo donde ahorrar ni prosperar, sino puras chambas para apenas irse manteniendo, conoció a la que sería su mujer, que no era joven ni guapa, y que a duras penas sostenía a la madre enferma y viuda en la trastienda. Como en las viejas novelas.
Pero ante una figura como recortada de una amarga novela del siglo XIX, no falta quien extrañe un toque romántico. En días pasados escuché, a manera de explicación de su carácter, esta probablemente falsa versión de la hora --acaso los minutos-- que le decidió el destino.
Resulta imposible, desde luego, imaginarse alguna vez guapo y fogoso a don Arturo, aunque ahora apenas pasara de los cincuenta años, pero en fin, alguna tarde estaría ya ahí, casi adolescente, recién instalado con la huérfana, tratando de remendar, pulir y barnizar los viejos muebles, de poner orden en la contabilidad y, en suma, de irle arrancando al negocio, gota a gota, la utilidad diaria que, sabiamente invertida, se dice, constituye la base de la noble riqueza, del éxito vivificante y del bienestar familiar.
Mi narrador, ciertamente anciano y nostálgico y rencoroso de la juventud perdida, con algo de desengañado moralismo oculto en la urdimbre de su relato, recurre demasiado obviamente a dos mecanismos ya desprestigiados: 1) condensa la historia de una personalidad en un solo motivo, en una palabra única, como si la conducta --y sobre todo la conducta que dirigiría un destino-- no admitiera necesariamente múltiples causas, y 2) desde luego: Cherchez la femme.
Pero en fin, asegura que el muchacho Arturo, crecido en la orfandad y en la pobreza, y acostumbrado como muchos en esa situación a no esperar nada de la vida para el día siguiente, sino apenas la milagrosa existencia del minuto actual, se había ensoberbecido a tal grado con el golpe que esa fortuna le traía, con una mujer fea y jamona pero estable, un sitio detrás del mostrador, que dio por soñarse un futuro cada vez más promisorio: la vida le abría las primeras puertas del castillo, ya vendrían a continuación las escalinatas, los pasadizos, las cámaras, las arcas y los torreones.
Desde ese mismo sitio detrás del mismo mostrador, veía pasar a un ejecutivo joven que tenía oficinas en el rascacielos de enfrente; ya no lo miraba con la anterior indiferencia díscola, escondida en un semblante casi brutal de tan amargo, sino con una especie de modesta veneración, pues en él veía minuciosamente dibujado su propio futuro: el aspecto de salud firme y floreciente, los ademanes instantáneos del hombre acostumbrado a mandar y que automática y tranquilamente se hace cargo de cualquier situación inesperada, para resolverla con limpieza y reinstalar el curso normal de las cosas; los rasgos sensuales, casi paradisiacos, de un rostro y un cuerpo ciertamente atractivos que sabían disfrutar de los goces sin avidez, sin riesgo y sin gula, hasta con alguna regia condescendencia, como si los propios placeres y las comodidades quedaran muy obligados de que tal señor los admitiera. Y claro: ¡la femme!
Había una secretaria ilustre. Tanto lo parecía, que el joven Arturo no podía ver a las altas damas en las secciones a color de los periódicos sin extrañarse (e indignarse) de no encontrarla. Algún matiz adúltero debió haberse cocinado entre la secretaria ilustre y el ejecutivo joven, porque dieron en reunirse frente al estanquillo, ya cuando él la recogía casi anónimamente en su automóvil inverosímil o cuando, más terrenos y precipitados, simplemente se veían y echaban a caminar hasta perderse en la siguiente esquina.
Quizás los hombres maduros o los chamacos "palurdos" (aquí adjetiva mi galdosiano narrador) hubieran deseado a la brillante dama simplemente por instinto y con apremio, pero el joven Arturo era mucho más delicado que eso; ni siquiera sentía celos de que la poseyera el ejecutivo joven, incluso le parecía justo; los miraba reunirse o separarse con una especie de solidaridad inocente y alegre: al fin y al cabo redundaba en provecho suyo, ya que el propio futuro que veía como dibujado en el ejecutivo debería traerle, a su debido tiempo, una secretaria equivalente. El ejecutivo era como un anuncio de su propia fortuna: algún día sería como él.
En esa mujer Arturo veía todo el esplendor y la fertilidad de la vida, y no comprendía cómo era posible que todos los hombres del mundo no estuvieran enamorados de ella, pues tenerla era como gozar del mundo entero entre los brazos.
Llegó Arturo a cruzar algunas palabras con ambos, cuando entraban al estanquillo a comprar cigarros o pastillas de menta; los tenía al alcance de la mano, y estaba pronto a tendérselos al menor ademán que hicieran de dirigirse hacia él.
Advirtieron la solicitud del dependiente, y algunos días lluviosos o aquellos en que debían esperar unos minutos, se guarecían ahí, donde no faltaban dos buenas sillas, apartadas para ellos con unos indescriptibles racimos de negras y abundantes uvas de plástico.
Y ahí comenzó la tragedia un mediodía de marzo. Ella lo esperaba nerviosa. El llegó lívido. Al verlo, la secretaria ilustre soltó a llorar. El se exasperó y trató de sacarla del estanquillo. Ella se aferró al mostrador y tiró una canasta de pan.
Los clientes quisieron defenderla, pero ella los mantuvo lejos a telerazos. Un momento después, el ejecutivo joven y la secretaria ilustre andaban jalonándose por el suelo, y hablando de la noche anterior, de (ella) una fiesta que al parecer (él) no había existido y (ella) de otra secretaria que, según le oía Arturo jurar al ejecutivo, tampoco existía sobre el planeta.
Lo demás, me dicen, apareció en los periódicos. Los clientes, que se habían mostrado partidarios de la muchacha, pronto la agarraron contra ambos, y ninguna ocurrencia ni súplica de Arturo pudo impedir que los demás clientes los echaran de su propio estanquillo.
En la calle, ya sin recato alguno, ya en trizas, siguieron insultándose con mayores majaderías, e insultaban también a una docena de nombres que a Arturo le parecieron asimismo propios de toda una realeza de ejecutivos jóvenes y secretarias ilustres, y a sus padres y madres, y también al Puerto de Acapulco y a "tu pinche Nueva York"; a varias marcas famosas de perfumes, vestidos y automóviles, y hasta a algún bolero de éxito que en absoluto hablaba de violencia.
Y no era que, para entonces, la secretaria tuviera ya rotas las medias ilustres y el hermoso vestido en jirones, ni que al ejecutivo le escurriera un hilillo de sangre por la comisura izquierda de la boca, sino que a Arturo le pareció que el mundo se había desordenado y que estaban ocurriendo cosas que jamás deberían tener lugar. Y menos aun después, cuando Arturo vio que ambos, frenéticos, odiándose como nunca había sabido que nadie odiara en el mundo, ante la muchedumbre que alrededor de ellos formaba un corro y con temor a la policía y al escándalo, abordaron con estruendosos portazos el automóvil inverosímil y se alejaron a escape abierto, gritándose y manoteándose dentro del coche, sólo para ir a estrellarse minutos después y caer desde un puente del Circuito Interior --al parecer de los peritos, fue la mujer quien, con intención suicida, aprovechó el calor de la discusión para jalonear y desgobernar el volante y pisar hasta el fondo el acelerador.
A partir de entonces, cuenta mi narrador, Arturo perdió toda fe en el género humano. "La ira, pensaba, qué terrible". Si aquellos de entre los hombres que mejor se parecían a los dioses, llegaban a enloquecer y a destruirse de ese modo, ¿qué no podía esperar él, pobre tendero, de su propia y opaca mujer?
Pensaba que todo era inestable en este mundo, como en la víspera cierta de una catástrofe, a la vez que espiaba estrictamente a su seca mujer, aterrorizada del terror de su marido. ¿Cuándo estallarían? ¿Cuándo perderían el control de sí mismos?
El filosófico Arturo se convenció desde entonces de que algún día terminaría ahorcando a su propia mujer, o a sí mismo, o a cualquier persona con la que llegara a involucrarse, y sólo debido a la fatalidad, motor único del mundo en desastre.
Y ya sin el aliciente de la cúspide, los escalones inferiores de su ambición, uno a uno, como fichas de dominó, se le vinieron abajo sobre su atribulada cabeza, y el estanquillo volvió a su decadencia anterior, y aun la decantó y perfeccionó con una pátina más minuciosa, celebrando así una vez más el triunfo del desengaño y de la acedia sobre las coloridas baratijas de la ilusión atarantada e inexperta.
Había yo tolerado a mi narrador demasiado tiempo y traté de despedirme, un tanto molesto porque impune e inadvertidamente se utilizara a un buen señor, quizás algo misántropo e indolente, pero nada más, para propagar chismes y supercherías de los que, por supuesto, don Arturo ni se enteraría siquiera, pero que ya eran parte suya de algún modo, pues los creían sus clientes, que lo espiaban para encontrarle entre las arrugas de un guiño algún deshilachado remanente de la fe y la ambición perdidas; pero mi narrador me retuvo, tomándome del brazo:
--Hombre, no se vaya: falta lo más importante.
--¿Eh?
--Claro: falta el chipotle.
Y así fue como me contó que, en realidad, la tragedia del ejecutivo y de la secretaria vino a afianzar el hogar y a beneficiar a la esposa de don Arturo.
Ella sentía que su marido, más joven y ambicioso, se le escurría entre los dedos: que ya no la necesitaba y que muy pronto la vería como un estorbo; estaba acostumbrada a pedirle casi nada a la vida y aun ese casi nada se veía en riesgo. De modo que en cuanto Arturo perdió las ganas y las ilusiones para reducirse meramente a arrastrar los pies sobre los días, ella encontró algo más escaso que la intensidad o la felicidad: la certeza de conservarlo.
Naturalmente el negocio fue decayendo, y la señora recordó, en este país de salsas enlatadas, alguna vieja receta de abuela sólo para sobrevivir en el preciso borde de la ruina, y empezó a bañar la tapa de las teleras en una generosa salsa de chipotle en escabeche, tan espesa y generosa que casi era un adobo.
Sonrió cuando don Arturo, al constatar su éxito, le recomendó que no vendiera más de las necesarias para ir cubriendo los rudimentarios gastos del día.
"No hay que tentar al demonio (habría dicho don Arturo, con una mentalidad demasiado semejante a la de mi narrador), no hay que tentarlo con deseos muy vivos, porque entre mayor sea el salto, más duro llega el ramalazo".
Por mi parte, me he esmerado en no recordar esta historia cuando entro al estanquillo, y mi paladar no distingue el chipotle prodigioso de esas tortas del sabor de cualquier marca de chiles enlatados; pero a veces me pongo a pensar si mi acedo y anciano narrador no me estaría contando otra historia, su propia historia: lo veo canoso y sarcástico, con la fácil carcajada de quien ríe demasiado; y me pregunto si él, oficinista veterano y desganado, emérito padre de familia con no sé cuántos traspensamientos contra la familia y contra la moral de las nuevas generaciones, y en fin, hombre de su tiempo que después de una larga vida, llegó a concluir que no hay mauor destino humano que irla pasando, no tendrá por ahí una resquebrajadura historiable y un Cherchez la femme!.
Acaso también él, como todos, haya aprendido finalmente a reducir sus dones y sus ambiciones hasta la escueta habilidad de mantenerse al borde preciso del abismo, al que de repente se asoma un poco, como turista, sólo por nostalgia de aquellos juveniles vértigos, sabiamente superados.
Sospecho que algo así irónicamente y a trasmano, quiso decirme: noto cierto brillo ambiguo en sus anteojos pesados cuando, a la hora de la comida, pues ya también contraje ese hábito, engullimos en la acera, a las puertas del estanquillo, las remojadas tortas en chipotle con sus traslúcidas rebanaditas de jamón.
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LA BONDAD DEL HOMBRE LOBO
En la vida del ingeniero no pasaba nada, ni siquiera la ingeniería: era, aunque ejecutivo, un empleado más.
Durante los primeros años de su matrimonio, al menos su mujer estaba llena de noticias a la hora de la cena: las novedades de la reciente ama de casa y de cómo iban creciendo los niños, pero a cierta edad los niños ya no quisieron compartir sus secretos, ni le quedaba a la señora nada doméstico por descubrir, de modo que al ingeniero y a su esposa empezó a no pasarles absolutamente nada a lo largo de cenas inumerables, diarias, idénticas, frente a la monotonía de la televisión.
Le echaron al cansancio la culpa de su aburrimiento atroz; la recíproca compasión hacia sus falsas fatigas fue algo parecido a una novedad, que no duró mucho; sin necesidad de confesárselo tuvieron que renunciar casi simultáneamente al truco: cada cual sabía que ambos estaban mintiendo, y al tedio vino a añadirse cierta embarazosa certidumbre de hipocresía y ridículo.
Dejaron de quejarse de sus "extenuantes" jornadas y trataron de asumir su tranquilidad modesta, su hogar dulce, sus muchachos sanos y enigmáticos, su amor domesticado.
Pero se volvía ya tan difícil que cada cual creyera que realmente estaba vivo, que era capaz de atraer al otro, y escalar no sólo la pasión fingida de las noches de amor sino aun las horas que pasaban juntos para nada, que asaltaron a la señora jaquecas verdaderas y mil y un síntomas de enfermedades imaginarias.
Eso sí fue novedad, y el ingeniero se avivó y sintió reverdecer su amor por su esposa; lo atormentó el remordimiento de darle una vida aburrida, de haberla arrastrado en su propia monotonía melancólica, y se esforzó por distraerla, por sacarla más frecuentemente al teatro, al cine, a restoranes, a bailar --pero no surtió efecto duradero: tampoco afuera pasaba nada, y uno bostezaba y la otra tragaba tranquilizantes cada vez más fuertes.
Apenas tenían más de treinta años y ya se sentían viviendo horas extras.
La desdicha es la madre de la imaginación, y para salvar a su esposa y reanimar su vida familiar, ocurrió que el ingeniero dio por contar mentiras: jamás llegar a casa sin una noticia emocionante, que alargara la sobremesa, le provocara a su mujer orgullo, odio, celos, inquietud, algún sabor de victoria o derrota, y la pusiera a cavilar de tal modo, para aconsejar a su marido, que se le olvidaran las jaquecas y la hipocondria; los días se le hicieran pequeños, y llegara a la noche animosa y estimulada, pronta a recompensar, proteger, castigar, consolar al intrépido ingeniero, que tantas batallas libraba en el mundo ingrato, exterior y peligroso.
El caso es que esta idea no fue tanto del propio ingeniero (a quien nunca se le ha ocurrido nada) sino de este subalterno borrachín y truculento, para servir a ustedes.
Pero no le voy a disputar méritos a mi entonces jefe, que es además mi leal y viejo amigo, de esas almas de Dios con principios sólidos --como la lealtad y la amistad--, al grado de emplearme aun o precisamente cuando el trago, algunas anomalías contables y mi jocosa y desordenada vida me tenían en bancarrota, después de seis ceses sucesivos en otras tantas compañías.
Vagamente recuerdo la mañana que me presenté completamente borracho en la oficina (no para escandalizar, sino porque era día de quincena y andaba sin un peso). La maledicencia de los colegas y las mecanógrafas contra mis costumbres, mi pereza y ciertos gastos de representación amparados por comprobantes de cabarets exóticos, se alzaron en clamor contra mí, y me habrían linchado si el ingeniero (es decir, mi amigo el Tololote) no se hubiera interpuesto súbitamente, en un acto de decisión que me dejó perplejo y todavía más borracho.
No podía creerlo: ¡él, fajándose los pantalones!
El, que a los trece años, estrella del equipo de futbol americano, aún no sabía que "eso" tenía otros usos que el de hacer pipí, y abrió tamaña bocota y los ojotes como para echarse a llorar, cuando me digné explicárselo en un instantáneo curso audiovisual que arrancó las carcajadas de toda la flota.
--¡Orden, señores, señoritas! ¡A sus lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor elemento! Quince minutos de un hombre de talento benefician más a la empresa que años de trabajo rutinario.
Y miró a sus subalternos con cierta majestad, como si él no tuviera nada qué ver con los "años de trabajo rutinario".
La majestad le sentaba bien: es un hombre grande, esbelto, duro y la edad le va confiriendo cierto perfil de cónsul romano.
Me hizo servir un café mientras arreglaba que me subieran la nómina, para no extender el escándalo por pasillos y escaleras.
No lo probé. Llevaba mi anforita de bolsillo.
Esa mañana el mundo estaba más borracho que yo, pues el ingeniero, el Tololote (también conocido en la escuela como el Babas), me aceptó un trago que debió despellejarle la garganta: tomaba rara vez, muy poco y muy bueno.
--¿Qué no puedes tomar otra cosa? --me dijo.
Alcé la vista e hice un ademán resignado. El era la hormiguita con puesto ejecutivo, patrimonio, ahorros, familia; yo, la cigarra endeudada: hecho un desastre, resignado desde hacía años a mi destino de perdedor. Además, cualquier cosa emborracha.
Me tomó del brazo y me sacó amablemente del edificio, como si me hubiera dado un vahído o un infarto. Ya en la calle:
--Te invito a almorzar, ¿qué se te antoja?
--Unos tragos.
Y de pronto estábamos en una cantina tempranera.
Me obsesionaba lo que el Tololote había dicho en la oficina: me hacía recordar algo de la prepa, cuando él salía de clase como atarantado de tanto tomar en serio a los maestros, con un caos de datos y charlatanería en la cabeza, y me preguntaba humildemente si yo sí había entendido tal o cual cosa.
Yo siempre entendía las dos o tres cosas que los maestros, a fuerza de repetirlas como si estuviesen ante deficientes mentales (lo estaban), terminaban embrollando por completo.
Le explicaba al Tololote expeditamente lo fundamental, y él se pasaba las tardes estudiando y haciendo nuestras tareas: como salían parecidas, algunas veces lo acusaron de copiarme, y aguantaba la tormenta como los buenos, hasta con la creencia de que merecía el regaño: al fin y al cabo el despejado del grupo era yo y ¡claro! ¡claro! El Tololote seguía siendo incapaz de inventar nada.
Una vez el maestro de física quiso hacer un examen en el pizarron, no para calificar los resultados (casi todos los alumnos se equivocaban; sólo el Tololote acertaba por él y por mí), sino el proceso de cada operación, y ver dónde demonios estaba nuestra dificultad ante esos problemas que, según decía, en Japón los resolvían los niños desde primaria.
Pasaron dos o tres alumnos: sencillamente no tenían la menor idea; pasó el Tololote, y lenta y pulcramente llegó al resultado correcto, sin saltarse ninguna de las etapas archididácticas que señalaba el libro; pasé yo, que no sabía nada: recordaba cosas dispares, y con todo aplomo fui armando un quimérico laberinto del que los imbéciles compañeros se reían más y más a cada cifra.
El profesor veía en silencio, con extrañeza; se puso los lentes, cotejó su registro; me dejó terminar cuando ya el salón era un pandemonium y yo llegaba a una fórmula monstruosa, gigantesca.
--¡Orden, muchachos, señoritas! ¡A sus lugares! ¡Y que no se vuelva a hablar así de nuestro mejor alumno! ¿Creen que quien ha sacado tan buenas calificaciones no puede resolver un problema tan sencillo? Se equivocan: trató de volar por sí mismo, de inventar y no sólo de remedar como mona o perico lo que dice el libro. Tengo que reprobarte por esta vez, muchacho: no se logra el éxito en el primer intento, pero debes estar más orgulloso de esta mala nota que de un diez por tareas rutinarias. Quince minutos de un hombre de talento benefician más a la patria que años de trabajo rutinario. Sólo usando sus propias facultades e inventando sus propias soluciones podrán llegar a algo en la vida, como los japoneses. ¿Quién sigue?
Y todos se lo creyeron, hasta el Tololote: me miraba como si en mí resplandeciera un héroe.
--Lo que dijiste en la oficina, eso de los quince minutos del hombre de talento...
--Ya se te olvidó hasta sumar --me respondió--, tengo que volver a hacer todos los días todo tu trabajo. ¿Qué te pasa? Siempre fuiste el más brillante, el mejor. ¿Qué te pasa? ¿Quieres deshacer tu...?
Yo no quería deshacer nada: mi vida estaba casi deshecha desde que éramos chamacos.
Me decían el Hombre Lobo (en realidad la Zorra, pero yo soy quien cuenta la historia): era ya tan feo como ahora, aunque seguramente más chistoso, con el hocico entreabierto y los dientes amontonados; grasoso, panzón y pelos de púas, que lucía con desaseo como si nada me importara en este mundo.
Dicen que a esa edad se tienen ideales: yo ya sabía que no se tenía ninguno, como no fuera el de domesticarse y prepararse largos años para oficinista de mayor o menor rango.
Para nadie estaban "todas las oportunidades abiertas", salvo las concedidas desde el nacimiento a quienes no las iban a perder por malas calificaciones.
Me dediqué a irla pasando y al reventón. Lo bailado, ¿quién me lo quita?
Claro que desde muy pronto el irla pasando se vuelve cada vez más difícil y el reventón más melancólico.
A los diecisiete años me sentía, era un Don Juan; hace unos meses, en cambio, en una de tantas madrugadas en que se termina sin más dinero que para pagar a una prostituta vieja y patibularia, pero con la exaltación suficiente para amar como en película porno en la oscuridad de un hotel de paso, el espejo del luminoso baño nos reflejó cuando nos lavábamos, y solté mi carcajada licantrópica (la misma con que asustaba en la primaria a las niñas que insistían en apodarme Zorra y no Hombre Lobo):
--¡Mira! --le dije--, ésos somos y todavía estamos haciéndonos pendejos con que "¡ay, qué rico, ay, ay!"
La mujer se abatió, se descompuso más, y soltó el gag de la película:
--Trabajo por necesidad, no para que me insulten.
Pero ahora se trataba de que al pobre Tololote no le pasaba nada en la vida, y que podía arruinar su hogar si no le empezaban a pasar cosas que lo volvieran interesante ante su mujer, y a ella ante él, y estaba por echar los mismos lagrimones de aquella tarde, también en la prepa, en que me confesó que había oído pelear a sus padres: se decían cosas como monigote, boba, bueno para nada, ya estoy hasta aquí de aburrida, ¿y tú crees que la paso muy bien contigo?, si no fuera por el pobre muchacho, etcétera. Se divorciaron, y poco después se reconciliaron: a cierta edad ya no hay cambios para bien.
El Tololote, buen hombre, carecía de ambiciones y estaba dispuesto a sacrificarse. Su vida había sido un continuo miedo a equivocarse y una temprana sospecha de que ya había cometido un error irreparable. ¿Cuándo? ¿Por qué?
Le habían dicho que estudiara y estudió, que jugara y jugó, que se portara bien y se quedó quietecito, que la ingeniería era una carrera próspera y se graduó, que esa muchacha simpática de tan buena familia y se casó; si le hubieran sugerido que qué lindo ser misionero en Africa, allá lo tendríamos destruyendo ídolos y repartiendo caramelos.
No había modo de pervertirlo: quería a su esposa; la solución de otras mujeres, descartada, lo que era desde luego involuntariamente sabio: después de cuatro o cinco aventuras, todas son la misma ¡y cómo se añora la primera!
Ah, Tololote, Tololote, ni modo de cambiarte y además ¿ya para qué?: igual que de chamaco, cuando te negabas con humildad y hasta con vergüenza a ir a las parrandas o a fumar mota, como si fueras (lo eras) demasiado bobo para ello; o cuando admirabas nuestras fanfarronadas marxistas o impías como una ciencia demasiado alta para ti, y tu papel de Tololote consistía en sacar el domingo a pasear al perro, ir con tus papás a misa y comer con los abuelitos.
Vienes a descubrir hasta los treinta y tantos años que, salvo desastres, nada pasa en esta vida, como hasta los trece supiste que "eso" hacía otras cosas, además de pipí.
Tanto mejor desengañarse temprano, aunque en cierta medida te convino enterarte tarde: la única diferencia es andar desabrido con dinero o sin él, pero es toda la diferencia. De modo que ya hiciste mucho dinero y estás protegido, pensé, y no te quejes.
Mientras yo pensaba estas cosas, él me miraba con ansiedad como si yo estuviera a punto de dar con la fórmula secreta, como aquella vez que inventé la física en el pizarrón.
Fue entonces cuando se nos ocurrió fabricar noticias imaginarias para "reactivar" su hogar y a su mujer.
Nada más fácil ni más divertido. Como el Tololote era hombre serio y responsable, no quedaba otro ámbito que la oficina. ¿Por qué no asignarles a cada uno de mis malquerientes colegas de la oficina un papel adverso o favorable en una biografía imaginaria del Tololote?
--Cierra la boca, Tololote, es muy sencillo...
Lo era: podíamos imaginar que la mitad de ellos eran sus enemigos, que intrigaban para quitarle el puesto y hasta para mandarlo a la cárcel, alterando, destruyendo o falsificando documentos y cálculos, de modo que sobre él recayera la culpa de varios desastres que se cernían sobre la empresa.
No sabía --según iba a relatarle a su mujer-- desde cuándo se venía desarrollando la conjura, pero había tenido que detener obras en proceso al descubrir, por casualidad, un presupuesto evidentemente ridículo, y que a varios pedidos sencillamente no se les había dado trámite.
Convenía empezar por ahí, un gran misterio, para ir, día con día, sospechando de Alanís o de Cifuentes, de la señorita Vila o del ingeniero Márquez.
Por lo pronto, debía llegar ahora sí "extenuado" a casa, después de haber supuestamente revisado y rectificado toda la documentación de los últimos meses.
Sus superiores, desde luego, estaban furiosos, le contaría a su mujer: lo acusaban de negligencia criminal y hasta de fraude.
--Pero ¿Alanís? ¿Cifuentes? --objetó--. ¡Si son excelentes personas...! ¡Y la pobre señorita Vila!
La pobre señorita Vila era una arpía más chaparra que yo e incluso a mí me duplicaba el peso: estaba enamorada de las tortas con chipotle del estanquillo de abajo, y devoraba diariamente media docena que se hacía traer, una a una, por el ujier esquelético y entrecano.
Cierta venganza contra la apostura un tanto angelical del ingeniero, me inspiró para pegoteársela de aliada en nuestras intrigas imaginarias, lo que indudablemente provocaría suspicacia y hasta celos en su mujer.
Yo sabía, desde luego, que el Tololote era el peor actor del mundo, y me reía para mis adentros de sus grotescas improvisaciones de la mentira --él, que siempre decía la verdad--, pero al fin y al cabo sólo las representaría ante su ingenua esposa (eso fue condición fundamental), que era otra Tololota a quien le dijeron que estudiara y estudió, que jugara y jugó, que ese muchacho formal de tan buena familia, y se casó.
--A grandes males, grandes remedios --le dije, y no entendió, pero como se trataba de un refrán lo acató (el Tololote nunca sabe qué responder a un refrán), y con gran éxito.
Su esposa se angustió durante las siguientes semanas: se imaginó a Alanís y a Cifuentes como gángsters de televisión, y al ingeniero Márquez, tan cortés, como un verdadero hipócrita.
Se ofreció a acompañar a su marido para ayudarlo en la revisión de documentos y para arrancarle los ojos a Alanís; le propuso que renunciara al empleo, y ya trabajaría en otra cosa: ella sabía hacer pasteles riquísimos, ¿por qué no ponían un restorán? ¿Por qué no acudía de inmediato a la policía? ¿Y de veras, estaba tan seguro el Tololote de que la señorita Vila era de confiar?, porque había agentes dobles, como la Mata Hari...
La emoción, la intriga, el peligro efectivamente devolvieron la vida a ese hogar. Todos los días el ingeniero me contaba su representación de la cena anterior y recibía su nuevo rol dramático para la cena siguiente.
Me divertí muchísimo el día del aniversario de la empresa, en el gran banquete de los funcionarios y los principales empleados con sus esposas: la Tololota repartía miradas de odio, de agradecimiento, de suspicacia, de desconfianza entre los compañeros de trabajo de su marido, que desde luego la notaron un poco rara, como nerviosa, ahí todo el tiempo haciendo caras.
--Tenemos que terminar ya con esto --me dijo el ingeniero días después--; no sé de dónde saca mi mujer que la señorita Vila es el cerebro de todo, para seducirme o por despecho amoroso... ¡la pobre señorita Vila!
Yo ya sabía que las mujeres hermosas (la Tololota es bellísima, aunque una total timidez la obligue a vestirse todavía como colegiala, con vestidos claros y ligeros, muy holgados) atribuyen una diabólica inteligencia a las feas, y quien hubiera visto y oído qué tan estrepitosamente la señorita Vila sorbía el consomé de res y el tuétano de un gran hueso que arrebató del plato de Cifuentes, podría imaginarse cómo la Tololota presintió que esa gorda pretendía sorberse a su marido.
--Hemos estado calumniando a gente inocente y mi mujer se ha vuelto una fiera...
Tuvimos que improvisar un fin un poco ortodoxo para una trama de misterio, y como malos novelistas policiacos, sacarnos de la manga un personaje de último capítulo que sirviera de chivo expiatorio: un agente de la empresa competidora había sobornado a los veladores, etcétera, etcétera.
Solo y contra todos, el ingeniero había resuelto y reparado los problemas.
La noche en que llegó a cenar a su casa, después de un supuesto juicio ante el Consejo de Administración, le dijo a su esposa: "Los vencí, los hice polvo"; bueno, es una noche que me debes, Tololote.
Después del relativo éxito de mi farsa, ya no quedaba mucho qué hacer en la oficina y renuncié, porque al fin me había ganado un ideal: el de hacerme de dinero rápidamente, para seguir con mis vicios sin parecerle a nadie un sujeto desdichado.
Omito el rubro de tal actividad, no por miedo a los soplones, que nunca leen, sino para evitar que a algún posible lector desempleado se le ocurra hacerme competencia.
De modo que yo estaba muy quitado de la pena y sumido en un mundo semihamponesco, en el que pasan demasiadas cosas a cada minuto, cuando recibí, meses después de nuestro precipitado y chirle desenlace detectivesco, la visita del ingeniero. Estaba furioso, fuera de sí, y tuve que dar gracias al cielo de que los ángeles no usaran pistolas. Prácticamente me asaltó y sus manotas me zarandearon por los hombros, como si estuvieran desarmando una silla (en la prepa el Tololote me llevaba 25 cm; cuando se graduó, 35).
--¿Qué pinches ideas le has ido a meter en la cabeza a mi mujer?
--¿Yo?
Nuevos acontecimientos se habían precipitado sobre las tranquilas sobremesas nocturnas del hogar del ingeniero, tan aseado, ordenado, bien abastecido y modestamente confortable: una casa de muñecas de una chica bien comportada, pues.
--No la he visto; no he sabido nada de ella desde el banquete de tu compañía.
Me creyó: por esta vez acertó; me atareaban demasiadas preocupaciones como para perder el tiempo en el hastío de la vida de los Tololotes.
Se dejó caer sobre el nuevo sillón de mi nuevo departamento y se llevó las manotas a la cara.
--¡Se está vengando de mí! Alguien se lo contó todo y me está pagando con la misma moneda.
Se tardó dos o tres horas en aclarar sus propios pensamientos y en informarme mínimamente de lo ocurrido.
Tuve que aceptar que a veces la torpe realidad imita a los genios, aunque con excesos de realismo y de parlamentos cursis o truculentos que una imaginación brillante jamás permitiría. ¡A la Tololota le estaban ocurriendo cosas, y se las contaba al marido en la cena!
Se trataba de un vulgar y cotidiano robo: unos ladrones se habían introducido en plena mañana de día laboral al condominio de arriba, dijo, y habían escapado con gran botín en cosa de segundos.
El vecino agraviado oyó ruidos cuando llegó a su casa y trató en vano de abrir la puerta, atrancada por dentro, continuó la Tololota. Cuando logró derribarla (exceso de realismo, digo yo: además de perder lo robado, tendrá que reponer o restaurar la puerta: ¿por qué no llamar tranquilamente por teléfono a un cerrajero? Ahorros son ahorros y de peso en peso etcétera), no se le ocurrió sino descolgar tamaño machete guatemalteco que adornaba su pacífica sala, y ¡bajar por las escaleras siete pisos, blandiendo el arma y profiriendo alaridos de apache!, en busca de los ágiles amantes de lo ajeno que ya andarían muy lejos, después de haberse descolgado hacia el edificio de junto, por la misma ventana que habían roto para entrar.
Machete en mano, como personaje de película folkórica, el vecino despojado subió y bajó varias veces los siete pisos de escaleras, exigió revisar todos los departamentos y cuartos de servicio, interrogó a todos los vecinos y a sus sirvientas. Pero nadie había oído ni visto nada, ni siquiera el portero que seguía lavando coches frente a la entrada del edificio. La Tololota resplandecía al narrar el gran suceso.
El botín primero consistió en una televisión con su videocasetera, pero conforme aumentaba el número de vecinos que lo escuchaban, la víctima acumulaba en su lista: equipos de sonido, computadoras personales, hornos de microondas, miles de dólares, docenas de centenarios, las joyas de su mujer, y hasta sus hermosos lentes Giorgio Armani y el álbum de fotos de la familia. ¡Todo se lo habían robado!
Todas las vecinas se improvisaron de detectives y por supuesto cada cual desconfiaba de las demás, o se hacían alianzas de unas contra otras; la inspección de todos los departamentos había sacado a relucir escenografías íntimas que se prestaban a todo tipo de maquinaciones, como la colección absolutamente excesiva de cremas y perfumes de la viuda del E-402, que muchas veces llegaba con sobrinos diferentes, o el refinamiento de la recámara y las batas de seda del solterón del E-704, que todos los días andaba muy guapito y encremado, y en ropa sport, como si no trabajara en nada, ¿de dónde sacaba para destacar tanto? Ese era el sospechoso favorito de la matrona del E-901, decía la Tololota, cuyos ocho hijos eran los sospechosos que prefería ella misma. Pero ocurría que la de la voz, por su parte, creía ser objeto de miradas "inadmisibles" del vecino asaltado, que le había reclamado a gritos: "¡Cómo no va usted a oír nada! ¿Está sorda?", el cual a su vez, en lugar de apoyo recibió ultrajes policiacos: le exigieron facturas, sabiendo los policías muy bien, como desde luego lo sabían, que tales aparatos no podían ser sino de contrabando porque en esos años comprar derecho era cosa de pendejos.
Cada noche el ingeniero recibía una nueva hipótesis sobre el posible ladrón que en hábito de vecino honorable convivía en el mismo edificio con ellos. El Tololote, por lo demás, no se atrevía a investigar por su cuenta si el robo había ocurrido: corría el riesgo de exhibir a su mujer como mitómana o difamadora ante el vecindario.
La Tololota casi desmanteló la casa para resguardar cuanto objeto pudiera representar algún valor en la casa de su hermana (donde se perdieron inmediatamente varios: los sobrinos suelen necesitar dinero).
Como era natural, todos los vecinos podrían parecer culpables, por cínicos o por hipócritas, por modestos o dilapidadores.
El ingeniero, que vivía atormentado por los remordimientos de haber difamado y mentido --tener remordimientos, ya es que te pase algo, ¿o no, Tololote?--, pensó en un principio que todo era idea mía, que incluso su esposa se habría confabulado con los vecinos para hacer como que sí había ocurrido todo aquello para beneficiar al monótono ingeniero con algunas noticias para la cena y "reactivar" la vida familiar.
Nunca supe cómo terminó --si llegó a algún fin-- el Caso del Asalto A Través De La Ventana Rota, pero no se necesitaba sino imaginar lo rudimentario: primero, siempre en la versión de la narradora, los alterados vecinos formaron una hermandad instantánea contra cualquiera que fuera el malo; luego empezaron a recelar y a hablar mal unos de otros, a multiplicar cerrojos interiores, a organizar sistemas de alarma, a depositar sus valores en los bancos o en casas de familiares; finalmente, con el paso de las semanas, concluyeron en que el vecino despojado se merecía el castigo: ¿quién tiene tanto valor en su domicilio? ¿cómo sabían los ladrones que había que robar ese departamento y no otro? Seguramente, en todo caso, las malas amistades: todo se paga en este mundo, y al que mal le va es que mal hizo, etcétera.
De modo que, sin quererlo, asumiendo que al menos algo de ese caso hubiera ocurrido verdaderamente, la realidad y yo conspiramos para que algo pasara en la vida hogareña del ingeniero y de su mujer, o bien, si todo fue invención, desperté el ingenio de la señora Tololota. En tanto sus muchachos crecían educados tal como lo habían sido sus padres y llegaban a la ocasión en que escucharían un altercado entre ellos, como le ocurrió al Tololote adolescente.
Los Tololotes se separarán y reconciliarán; a cierta edad, ya lo dije, no hay cambio para bien, especialmente en aquellos que nunca han cambiado.
Ultimamente he recibido frecuentes invitaciones del ingeniero para cenar en su apacible y muelle casa absolutamente doméstica, casi infantil; me las arreglo para llevar a las prostitutas más escandalosas, a fin de que por lo menos eso cause alguna animación en sus vidas.
Veo con satisfacción la ansiedad, el deleite, la ávida curiosidad con que las almas puras buscan, aunque sea de lejos, algo del venenoso vértigo de los pecadores.
De mí, ¿qué puedo decir, sino que siempre los atraigo, cada vez más feo, obeso y marcado por mis también rutinarios vicios?
Seguramente les parezco una especie de ídolo exótico, un Buda mínimo que representa la total disolución.
Tan soy un gran espectáculo para ellos que la Tololota es la única persona, y sólo últimamente, que me ha llamado Hombre Lobo y no Zorra; en agradecimiento, a la hora de los postres, lanzo en su honor una de mis carcajadas licantrópicas.
La Tololota sí sabe, a diferencia de su cada vez más próspero marido, lo que significa "licantrópico": lo buscó en El Pequeño Diccionario del Hogar.
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EL MANGLAR
A Isabel Quiñónez
Llegamos a media tarde a Tecolutla y alcanzamos todavía a alquilar una lancha que nos llevara a los manglares. Toño quería que viéramos el atardecer desde ese laberinto de canales donde se entretejían las raíces y las ramas de la vegetación lodosa. Se nos hacía emocionante flotar sobre esas aguas oscuras que parecían estancadas, abrirnos paso por esa especie de túneles entre raíces, ramas, arbustos y árboles entrelazados.
El lanchero era un pescador de mediana edad, de bigotes ralos y unos ojos claros que, en su rostro amulatado, a veces resplandecían con una luz ambarina y a veces se veían casi verdes. Me costaba trabajo dejar de verlos, de averiguar realmente de qué color eran.
El lanchero nos contaba que todavía por ahí, de repente, podían verse monos, caimanes y bandadas de guacamayas, pero a los turistas se les cuenta cualquier cosa. Y más a cambio de unos tragos, que Toño le servía demasiado generosamente en vasos de plástico.
Toño había venido bebiendo durante todo el trayecto en la carretera. Pensé que los dos, el lanchero y Toño, parecían unos niños, con la cabeza llena de pájaros y visiones. El lanchero, don Gamaliel, había vivido unos meses en la Ciudad de México, pero no le había gustado: todo era tan caro, la gente tan díscola, tan cabrona; todo se hacía tan de prisa, y esos altos, larguísimos puentes de concreto llenos de automóviles.
Toño le preguntó qué tan caros eran los terrenos de la playa. Casi no se vendían, dijo don Gamaliel; eran de pescadores, de las cooperativas: ¿y para qué iba a querer alguien comprar esos terrenos? Pero de que a veces se vendían, sí se vendían; dos o tres hoteles, tres o cuatro casas de playa con albercas privadas. ¡Pero además ya para qué! Hasta el turismo estaba bajando, y la pesca ni qué decir. Por el petróleo. Cada rato llegaban manchas enormes, de kilómetros, y para limpiarlas estaba duro. Al rato ya no iba a haber pesca ni turismo de Tampico a Campeche, sino puras costras de petróleo. Eso lo decían hasta los programas de la tele.
Don Gamaliel avanzaba entre los canales con tranquilidad, con su rostro sereno y reluciente, a veces casi angelical en sus ojos luminosos, sin que sus palabras terribles se expresaran en sus facciones. Acaso ya estaba acostumbrado a decirlas a todos los turistas en todos los viajes. El comentario sobre los derrames de petróleo eran parte del paseo.
El hacía lo suyo y dejaba que el sol le sonriera en los ojos. Tal vez hasta ya estaba también acostumbrado a que se le quedaran viendo los turistas a los ojos; a lo mejor por esos ojos lo tenían comisionado o él mismo se había ofrecido para pasear turistas por los manglares.
Sus ojos le ganaban propinas, a pesar de lo poco expresivos que eran sus demás rasgos, sus labios gruesos, su nariz ancha, su piel demasiado porosa; a pesar de su barriga pellejuda, que le colgaba del tronco casi enjuto, y de sus piernas feas, casi repugnantes, cosidas de costras y cicatrices de llagas o heridas, y sin embargo fuertes, bien plantadas; era casi inevitable compararlas con las raíces y los troncos torturados de los canales que íbamos pasando en medio de un olor denso a vegetación que se pudre. Sobreflotaban en las aguas casi pantanosas hojas, flores, frutas, ramas enteras que pacíficamente, largamente, se iban pudriendo. El olor sobresaltaba a ratos, pero no era necesariamente desagradable.
Se trataba un poco de nuestro viaje de bodas. No nos habíamos casado formalmente, así de papelito y todo --Toño tenía una esposa por ahí, Laura, a la que hacía un lustro que no veía--,
pero estábamos muy enamorados y pensábamos vivir juntos en su viejo, un tanto sombrío departamento de la colonia Condesa, que yo esperaba convertir en un pequeño paraíso doméstico.
Toño era unos diez años más joven que yo y, desde luego, mucho más atractivo; estaba teniendo mucho éxito como pintor. Un hombre feliz, entusiasta y lleno de vida. "¿Por qué conmigo?", me preguntaba yo a veces, y estaba segura que también se lo preguntaban quienes lo veían fresco, alegre y siempre dispuesto a pasarla bien, junto a una mujer demasiado flaca y con aires de cansansio o de melancolía.
Pero yo tenía a pesar de todo la certeza de que, entonces, me quería con una de esas sus pasiones obsesivas, y que me siguió amando así mucho tiempo después, aun cuando todo empezó a irnos mal; nunca llegué a explicármelo, y pronto dejé de andarle buscando explicaciones racionales a todo, pero una de las cosas que Toño no maldijo en la vida fue su amor por mí, con todas las vueltas y más vueltas que fuimos dando al cabo de los años.
Pero en esa época yo no salía de mi asombro: apenas unos meses atrás había caído en una depresión absoluta: me había intentado suicidar con un frasco de nembutales: no sé cómo sobreviví; sí que de pronto amanecí en un hospital más deprimida y avergonzada que nunca, y sólo esperaba escaparme para suicidarme ahora sí de a de veras. Pero no tuve mucho tiempo. Conocí a Toño en cuanto salí del hospital.
--Cuídate de ése --me recomendó Vicky, mi amiga--, le gustan las suicidas.
Yo no me explicaba todavía entonces, mientras cruzábamos en los manglares de Tecolutla esos paisajes como de película, con el rebrillo espejeante del cielo en las aguas oscuras, y luego en los ojos ahora doradísimoas de don Gamaliel (que ya de repente me miraba de reojo con desprecio donjuanesco), espantándome los mosquitos y admirando las caprichosas formas de las raíces en el agua, y hasta alguna orquídea o sepa Dios qué flor caprichosísima de una esbeltez aérea y un color intenso, como pájaro detenido entre los montones de maleza, qué jugarreta del destino era esa de dejarme caer hondo, hondo, casi tocar la orilla de la nada, el olor de la muerte, para entonces, de súbito, en un solo momento, rescatarme de un solo golpe y entregarme sin más todo lo que me había estado negando sistemáticamente los años anteriores.
No era sólo el amor, sino con él, la vuelta de las ganas de vivir, algo de autoestima, y de estima del mundo, y el humor suficiente hasta para hacer un viaje, jugar bromas, correr aventuras, hasta para reírme de cómo se creía don Gamaliel su porte de macho, cada vez que le rebrillaban los ojos acaramelados y se lucía con su barriga desnuda y sus piernas sarmentosas como otra maravilla selvática. Hasta le tomé una fotografía.
A Toño le gustaba la sensación de lodo, de río encharcado y embrollado, de laberinto pantanoso, de zahúrda botánica, con un intenso olor a vegetación que se pudre. Le parecía como un lugar para perderse, para desaparecer: la fuga perfecta para todos los embrollos de la vida, de la sociedad, de la carne.
Yo disfrutaba del aire del río, un aire fresco de aromas cambiantes, según el lanchero nos impulsaba por los pasadizos casi techados por los árboles donde todavía, en la luz del atardecer, descubríamos algún pájaro. Pasadizos que se duplicaban en el agua con un temblor irreal, como de delirio.
Desde el fondo de aguas lodosas y brillantes, graznó lleno de sol un pájaro.
--¡Miren! ¡Ése fue! --señalaba don Gamaliel.
Parecía una flor parda en un manchón verduzco, pero don Gamaliel arrojó a los arbustos una piedrita y el pájaro brotó y echó a volar.
Don Gamaliel se acercó más tarde a la orilla y cortó para mí una flor blanca, larga, aterciopelada, que yo nunca había visto; no recuerdo su nombre, sólo que regresé a tierra con ella y que tenía un perfume muy dulzón.
--¿Y no se les ha ahogado nadie aquí? --preguntó Toño, quizás cansado ya de tanta naturaleza, de tanta pureza vegetal; como buscando algo de turbiedad, suciedad o emoción humanas en el paraíso.
--Ya hace tiempo que no, a Dios gracias... pero sí es peligroso... Por eso no dejamos venir al turismo solo, no sea la de malas que se quieran meter y ya no salgan... Pero yo los llevo adonde quieran... ¿No les gustaría ir a pescar mañana?
--Con esta borrachera, no nos vamos a levantar hasta el mediodía --dije yo.
En el hotel tomamos unos kaptagones para cortarnos el efecto de los tragos. No venía al caso acabar el día a las ocho o nueve de la noche. Y nos fuimos a la playa, oscurísima, sin otra luz que la de la luna en el penacho de las olas y dos o tres fogatas distantes de turistas jóvenes.
Queríamos hablar. Llevábamos días enteros hablando y hablando, y todavía nos quedaban muchas cosas que decirnos, que contarnos. Yo esperaba entregarme completamente a Toño, a su obra --era un pintor convulsivo y dado a la desesperación: como pintor, parecía un rockero de los años gruesos--, a todo lo suyo: era él ahora el sentido de mi vida, que apenas unas semanas atrás no había tenido ya ninguno. En cierta forma yo ya había fracasado y mi vida había estado a punto de concluir, de modo que ahora me injertaba en él, casi como parte suya, como parte de él mismo.
Ahora sé que yo seguía enferma, que seguía convaleciendo todavía, pero entonces sentí que su juventud y su energía me embriagaban, y quería absorberlas más y más; quería obsesivamente seguir a Toño, imitarlo, obedecerlo, integrarme a él, desaparecer en él, ser en fin algo tan alegre y claro y vital como Toño. Olvidarme de mí; vivir en él, como en una vida nueva, como en un cuerpo liberado de mis nervios y mis angustias.
Estábamos sentados en la arena, casi dos sombras, intercambiando el cigarrito de marihuana, con una sensación de libertad y paz absolutas, con brisas de mar y de río, de pescado y de hierbas podridas, de yodo y de sal. Entonces, abrazados, casi invisibles en la oscuridad aun para nosotros mismos, me preguntó de pronto:
--¿Qué se siente?
--¿Qué se siente qué?
--Morir, estar muriendo... ¿Cómo es la muerte de cerca?
--Bueno --reí, nerviosa--, no sé: como que ya no existía, como que de hecho ya me había muerto, como que todo era irreal pero molesto, muy molesto; ya no podía soportar nada, ni un ruido, ni nada más... Ya me había pasado meses pensando y llorando hasta cansarme, ¿no? Ya no me quedaba mucho que pensar y que llorar. Todo me era indiferente pero molesto, no podía soportarlo ni un minuto más, había que apagar el aparato... Tragué las pastillas... pero al rato era mucho dolor y mucho asco y me estaban zarandeando y lavando el estómago y todo apestaba tanto a hospital...
Toño me estaba besando, me desnudaba, me hacía el amor. Qué me iba a importar que no fuera propio hacerlo ahí, que llegara gente y nos viera --aunque en tal oscuridad, quién iba a ver nada--, que se le ocurrieran a Toño esas locuras. Me gustaban sus locuras.
Raspados y sucios de arena nos fuimos luego caminando en la playa oscurísima, el aire como una densa niebla de cenizas, orientándome apenas por los lejanos puntos amarillentos de los hoteles y las casas, hasta el río; pasamos por las lanchas de los pescadores, y entramos a una fonda que nos había recomendado don Gamaliel, donde vendían, además de alimentos, monos, caimanes y guacamayas que tenían guardados en una cabaña.
--¡Miren que preciosos! ¡y baratísimos! --dijo el lanchero, que ya estaba totalmente borracho. Sus ojos turbios, rojizos, a la luz del bajísimo voltaje de los focos que pendían de cables suspendidos de los techos y los árboles.
--¿Pero dónde vamos a tenerlos en la ciudad de México? --repuse.
--Entonces, ¿no quieren ir a pescar mañana? --insistió don Gamaliel.
--No, gracias, otro día --contesté, cerrando la conversación, para seguir cenando en paz mis langostinos al ajillo. Don Gamaliel se dio la vuelta lenta y casi majestuosamente.
--Espérame un momento, tengo una idea --me dijo Toño y se levantó a alcanzarlo.
Los vi conversar animadamente un rato en plena calle, frente a una ostionería, y llegar a algún tipo de acuerdo.
--¿Y cuál era esa idea? --le pregunté a Toño.
--Ah, ya verás, unos armadillos --Toño retomó con buen apetito su grasiento plato de camarones bañados en chile, que ya se le habían enfriado.
--¡Unos armadillos! ¿Nos vamos a llevar a la Ciudad de México unos armadillos? ¿Vamos a andar cargando por media república unos armadillos?
--Están disecados, María. Tienen métodos muy antiguos para disecar armadillos. Los rellenan con yerbas. Una cosa muy tradicional.
Cuando me desperté a la mañana siguiente, Toño no estaba a mi lado. Pensé primero que habría bajado a la alberca del hotel y dormí otro rato. Volví a despertarme, sobresaltada, a constatar que en el cuarto no estaba su mochila, ni las llaves del coche.
"No puede ser, pensé, estoy imaginando cosas; no me puede haber dejado botada así el primer día", pero sentía que sí, que podía muy bien haberse largado a un burdel, a una zona roja, adonde fuera. Nomás porque sí, y perderse semanas o meses. Sentí un aletazo frío, una ráfaga como las que anticipan la desesperación; bien había conocido esos signos, apenas unos meses atrás. Me eran más familiares que lo que se da en llamar la vida común y corriente; esperaba esos signos del absurdo, la torpeza o la fatalidad, casi los convocaba, me sorprendería si alguno de ellos tardaba mucho en presentarse.
--Cuídate de ése, chula --me había recomendado la Vicky--, le gustan las suicidas.
Nuestro amor no incluía ningún trato de fidelidad estricta ni de esas cosas. Recordé el acuerdo animado a que había llegado Toño con el lanchero mientras, más que dispuesta al fracaso, casi viéndome regresar a México en autobús esa misma tarde, me levantaba y buscaba más pistas.
Pero no: ahí estaban todas las maletas, buena parte del dinero... ¡Claro! ¡Se había ido a pescar! Toño, el loco. El escuincle crecidote. Don Gamaliel lo había finalmente convencido. Se habían ido a pescar --seguramente con más alcohol que anzuelos-- y solamente era eso.
Hacia las diez de la mañana estaba yo desayunando en la misma fonda de la noche anterior, en el embarcadero --donde, por lo demás, estaba estacionado el coche--, con vista al manglar, para ver regresar a Toño y a don Gamaliel, triunfales y deportivos, enarbolando unos pescados enormes.
Seguramente todos los pescadores y fonderos estaban en el secreto, porque los veía espiarme con curiosidad y cuchichearse, sobre todo los niños, que corrían por las otras lanchas, los andadores y tarimas y puentecitos de madera, las orillas del embarcadero, con iguanas y collares y cuanta baratija turística pensaran vender durante el día.
--¡Ya vienen! --gritaron los niños de pronto.
Y efectivamente, apareció la vieja lancha. Desde lejos se distinguían varias personas a bordo.
Pero no apareció Toño con los pescados, sino con una botella en la mano y unas desordenadas, mojadas, arrugadas hojas de dibujo en la otra. Venía cubierto de fango hasta más arriba de la cintura, y con una especie de guirnalda al cuello de yerbajos y raíces.
Los pescadores se reían, se hacían señas un tanto equívocas y le pedían más dinero, que él repartía ya sin contarlo, ya casi sin tenerse en pie, tropezándose en su afán de abrazarlos a todos.
Eran pescadores acostumbrados a todo tipo de excentricidad de los turistas; algunos venían casi tan borrachos como Toño, y don Gamaliel de plano se había quedado dormido dentro de la lancha. Los niños y las mujeres ya se reían abiertamente del turista loco.
Corrí a sostenerlo antes de que se cayera de bruces sobre el asfalto, a impedir que siguiera regando el dinero, que siguiera haciendo el ridículo ante el montón de niños que a coro lo arremedaban, fingiendo también traer botellas y papeles en las manos. Apenas si llegué a tiempo para arrastrarlo al coche.
--¡Chingón, María! Hicimos un paseo con antorchas por el manglar. ¿Te imaginas? ¡Antorchas! ¡El manglar! ¡Todo oscuro y sólo nuestras antorchas! ¡Uta, loquísimo! ¡Puros fantasmas en el pantano, con antorchas!
--¡Antorchas! ¡El manglar! --repitieron los niños, que rodeaban el coche, con las manos y las caras pegadas a los cristales de las ventanillas, como máscaras de hule de monstruos apachurrados. Tuve que pegarme al claxon y gritarles varias veces para que me dejaran avanzar en el coche.
--¡Antorchas! ¡El manglar! ¡Collaaaaares!, señorita --gritaban los niños.
--El río del infierno --me iba diciendo Toño a gritos pastosos, tartajosos, poco inteligibles; tuvo que gritar aun más fuerte, para hacerse oír entre los gritos de los niños, mientras arrancábamos--; la naturaleza estaba muriendo o apenas formándose, un tiradero de vísceras y cadáveres vegetales; como un rastro abandonado o un criadero de fieras... Tomé unos apuntes, mira.
Yo no vi sino puros rayones de borracho, naturalmente mojados y con lodo.
--Cuídate de ése, chula, le gustan las suicidas.
Lo llevé hasta la cama y lo dejé dormir un rato. Bajé a la playa, alquilé una silla y pensé, más bien divertirda, que nuevamente me había salido todo al revés. Mi protector había resultado un muchacho loco que más que nadie necesitaba protección. ¡En cuántos líos nos íbamos a meter! Pero tener a quien proteger ya es un poco que la protejan a una. Que me protegieran de mí misma, de mi irrealidad, del vacío... Cualquier problema exterior tenía remedio, era preferible a eso.
Me pregunté entonces, por primera vez, si era posible que de una mente tan infantil, tan inmadura, hasta tan superficial como la que revelaban semejantes ocurrencias, pudiera surgir un arte serio. Pero no me lo pregunté demasiado: no me tocaba el papel de crítica, ni de juez, sino de cómplice. Me tocaba ser parte de Toño.
Con cierta vergüenza, protegida por mis lentes oscuros, creía que todos los lugareños y turistas que pasaban por la playa estaban al tanto del turista loco. ¡Yo, la tímida, la fría, la desabrida, la aguada, haciéndola de gringa loca en Tecolutla! Hasta creí ver que me rondaban sospechosamente lugareños ya no tan niños. ¡Nada más faltaba que me vinieran a decir que si mientras el loco de mi novio dormía su mona, no quería yo ir "a pescar" con ellos, ahora! Mientras el ebrio buscaba fantasmas con antorchas en mitad del manglar, la flaca ninfómana de lentes se entretenía con los chamacos nativos...
Llegaron a la palapa vecina dos o tres familias juntas de turistas de la capital. Era increíble la vulgaridad capitalina: habían metido sus coches a la playa, y los habían estacionado precisamente frente a la palapa, para no ver el mar: ¡tenían como panorama sus propios coches y no el mar!
Ante todo, pusieron a todo volumen su casetera, obligando a doscientos metros a la redonda a todo mundo a oír sus sobrexcitadas canciones de moda. Se negaron a comprar nada en la playa: ya lo traían todo de su supermercado. Los adultos eran bofos y los niños latosísimos. Empezaron a sacar de sus bolsas de viaje una cantidad indescriptible de lociones, cremas, refrescos, licor, botanas, y hasta una parrilla portatil que no lograron hacer funcionar. Tuvieron que encargar a un puesto de antojitos de la playa, que les asaran sus bisteces capitalinos.
Entre el estrépito de las canciones y los pelotazos de los niños alcancé a escuchar algún tipo de conversación religiosa. Un hombre lechoso y desabrido predicaba el catolicismo moderno del éxito en los negocios. Una especie de mojigatería de agente de ventas, una mercadotecnia de medallitas milagrosas.
Me marea y me intimida al mismo tiempo ese tipo de gente, que siempre triunfa; no me queda sino hacerme instintivamente a un lado, dejarla pasar, hundirme. El mundo es para ellos. Está hecho de la misma sustancia que ellos, que no era para nada la mía. Ni la de Toño. Me regresó la náusea, el momento de tragar todas aquellas pastillas, el despertar entre vómitos y lavados de estómago en una clínica, como una babosa que sólo había jugado a turistear por la muerte.
Mi propia pesadilla de suicida torpe en algo se parecía, ulteriormente, a los tragos y las antorchas y rayones enlodados y mojados de Toño.
Estaba ya más que harta de los turistas, de la realidad que me había arrinconado meses atrás en el umbral del suicidio, y que ahora me seguía en mi supuesta redención, en mi supuesta luna de miel. Sólo esperé para largarme que surgieran los problemas inevitables. Seguro los turistas iban a acusar al puestero de haberles robado un trozo de carne. Y en efecto, en efecto. Una señora insolentísima, en un bikini que le quedaba grande, estaba gritando a voz en cuello:
--¡Oye Gordo! ¿Verdad que eran veinte bistecitos? ¿Que aquí dice el marchante que nomás eran dieciseis. ¿Verdad que eran veinte bistecitos, Gordo?
Era ya el mediodía. Regresé al hotel. En el camino me rodeó una palomilla de chamacos de la playa, ya adolescentes, larguiruchos y cínicos, queriéndose hacer los latin lovers con guiños soeces, de un sexo de WC:
--Señorita, ¿no quiere que la llevemos a pescar?
--Ya estuve pescando toda la noche, chicos... --les dije, pronunciando con la misma intención que ellos la palabra "pescar". Será otro día...
--¿Van a querer ir al manglar otra vez en la noche?
--No sé todavía. Dense una vueltecita por la noche.
Pero cuando Toño despertó, con el malestar y el desánimo de la cruda, rompió sus rayones y no quiso comentar para nada su paseo por el manglar. Con mala cara bajamos a comer, en el propio restaurante del hotel. Sólo después de unas cervezas y de pasear en coche un poco por los
alrededores, entre los palmares y los vientos rápidos, limpísimos, recobró un poco la serenidad. Hicimos de cuenta que habíamos compartido un sueño bobo.
Y pacíficamente, como un matrimonio ideal bien avenido, nos quedamos en la terraza del hotel, mirando cómo la tarde se apagaba con sólo irse oscureciendo, sin crepúsculo ni nada.
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MELBA Y LA SUICIDA
Cold stars watch us, chum,
Cold stars and the whores.
KENNETH PATCHEN
Meses atrás, una tarde estaba yo echada sobre la cama, frente a la tele: un programa de variedades a todo volumen en casa de Melba, la payasa vieja.
--Hay algo como indigno en ser una actriz vieja --dice Melba.
Piensa que el narcisismo y la hinchazón están bien para las jovencitas. Pero una actriz vieja es tan grotesca como una enamorada decrépita. No queda sino hacerla de bruja, de mendiga, de criada.
--Yo he hecho todas las criadas y robachicos y mendigas del cine nacional.
Tan degradante, piensa, como la vieja ninfómana que se humilla y se presta a toda bajeza para que le perdonen la vejez, y ya no que la amen, pero que siquiera le ayuden a montar teatralmente, por instantes, sus patéticos sueños de amor, que ni siquiera a sí misma se atreve a confesarse, sino perdidamente borracha; es de un patético... Puaff. Sobre todo porque otra vez se está plagiando a Bette Davis en What Ever Happened to Baby Jane?
Por eso dice Melba:
--No soy actriz, lo fui: ahora soy payasa. No me importa el ridículo. Les hago cualquier papel de payasa con tal de tener dinero para pasarla bien con mis gatos.
Tiene un gato eunuco llamado Endimión.
Melba es la única amiga que tienes, María, me dije. Ahora que has llegado al pliegue final, al rincón, a la vuelta de todo, y como fantasma indestructible, increíblemente, has sobrevivido.
No has sobrevivido, María, has vuelto (ha de pensar la Melba); apestas a resurrecta; apestas a la asepsia clínica, a la limpieza desinfectada, de las almas que vuelven; apestas a vida artificial, a la vida inmortal, ¿a museo?
--Léeme el tarot, Melba.
--No, chula. No estás ahorita para impresiones fuertes.
La única amiga que tienes, María. Tú, fantasma; ella, fantasma.
Qué lejos quedó la vida, piensas, María: la otra orilla --esos cuerpos plenos y vitales, efusivos de colorido y brillos de realidad, en la tele--; esta cacatúa, esta falsa quinceañera arrugada y medio calva con la peluca a la moda de diez años atrás, que ya ni siquiera se ocupa en arreglar, nomás se la encasqueta, descolorida y arrugada. Todo es irreal. Sólo confías en Melba desde la salida --¿falsa?-- del sanatorio.
Estás recosiendo unas calcetas de Melba (viejas calcetas de carrera de autos, Fórmula 1). Tiene algo travestido de solterón esa vieja, de descuido, de rancio, casi casi ¡hasta bigotes! Podría pasar por un maricón travestido. Le divierte el equívoco. Ya casi sólo tiene amistades entre homosexuales, como el Jirafón, a quienes divierte muchísimo, la celebran todo el tiempo.
Melba, piensas, también tuvo sus sueños de estrellita --ser admirada, respetada (amada no --ella no sufre de amor, a lo mejor nunca fue muy sentimental que digamos; pero sí sufre por no atraer, por no ser aplaudida, brillante, reconocida--) y sobrevive a las ruinas de sus sueños. Se diría que sin tragedia. Que ha recibido la farsa con agradecimiento: a final de cuentas eso es lo que sí es ella, lo que sí es lo real, lo que sí es la vida.
Melba se agita en torno a ti: payasa baratísima y lamentable, intenta divertirte con chistes y chismes patéticos, lastimosísimos. Pero te hacen reír; precisamente por su crudez, por su amargura. Ahorita no estás, te dices, para humor inocente. Ahorita, que no te cuenten chistes limpios.
No me dolía ya. Me había dolido mucho... antes. Ahora estaba ya como en la otra orilla: ahora nada tenía importancia, ni el dolor ni... Antes no podía ver a Melba sin que me pusiera mal, sin que me sublevara, rabiosa, ante tanta desdicha, tal humillación: así terminaba siempre la vida. El fracaso, la miseria, la degradación. Y uno a final de cuentas tan amante de la vida que estaba dispuesto a aceptarlo todo, a caer, a fracasar, a humillarse... con tal de seguir vivo.
Había visto antes a Melba como una promesa de mi futuro. Así iban a terminar mis ilusiones: mi juventud (mi juventud: esa arcadia casta y tímida en el espejo, ahora tan irreal, ¿te acuerdas, María?), mis amores.
"Yo, antes me doy un tiro", te dijiste, María.
No fue un tiro: tragué los nembutales.
Sobreviví.
No fue un tiro: tragaste los nembutales: sobreviviste.
Por cortesía esa tarde hacía a veces como que me sonreía con Melba. No le iba a hacer sentir que hasta como payasa ella era un fracaso: que sobre todo era un fracaso así, como fracaso. No enternecía a nadie; repugnaba. Que era un fracasote viscoso, sentimental, lastimoso.
¿Y qué, María?, me dije. ¿De qué puedes espantarte ahora: de qué puedes, ahora, decir: "Esto sí no lo puedo soportar", eh? Sabes ya que no hay nada que no se pueda soportar. Todo se soporta. Todo está bien y no tiene importancia. ¿Ante la evidencia de Melba, te dan ganas de huír? Ya no hay adonde huír.
Melba, factótum de las tablas. Princesa durante años --desde quinceañera hasta después de los 30-- de la televisión infantil. Generaciones de niños poblaron sus sueños con la manera de Melba de ser princesa: de entristecerse inolvidablemente, de ser salvada por un chico bonito pero fuerte, casi duro, que regresaba embellecido, después de enfrentarse con nobleza a los dragones de la adversidad y a los malvados, de ser claro y sincero y todo corazón en su mirada, de ganar el amor a la buena y recobrar el reino y la princesa al final, en medio de la alegría y la fiesta de todo mundo.
Melba ahora: traficante de lo que sea, profesora de todo: de tai chi, aerobics y esoterismo, fayuquera: "Mira qué chulada que me acaban de traer de la frontera"; espantapájaros, cómica, tercera, celestina, proxeneta: "¿Quién te gusta, mi amor? ¿A quién quieres que te consiga, mi vida? Aquí Mamá Cachimba velando por la cachondería de sus cachorritos"; que se veía más vieja --flaca, como correosa-- con su cuerpo de gimnasta que en privado seguía siendo todo su orgullo. Era un cuerpo bien conservado el de Melba, para su edad, que no se vería tan mal si no se vistiese como una jovencita, con esa carota arrugada; sólo los jotos la aplaudían, la urgían en las fiestas a bailar en medio de todos, a hacer el strip-tease.
Melba transísima, grillísima, la de las influencias y las palancas y las audiencias y nomás vamos a ver al licenciado, mi vida, y verás cómo todo se te arregla; chambeadora, poquitacosa pero gritona y aventada; cuando no había de otra, a esconder la cara en el maquillaje y a presumir el cuerpo en el burlesque, total ¿y qué?, ya el público ni se da cuenta de nada, chance y hasta novio se saca; traficante de lo que sea.
Pero leal, leal, leal hasta la muerte con los caídos, así como dolida y envidiosa e implacablemente venenosa con los que ascienden.
En cambio, ve a los que mima la vida con el verduzco placer de esperar su derrumbe inevitable, de constatar cómo empiezan a derrumbarse antes de que nadie siquiera lo sospeche. "Aquí los espero, parece decir; aquí nos vemos: aquí es donde se necesita talento para sobrevivir, y brillar aunque sea un poco, y no odiarse, y sacar alegría de nada cuando no hay de qué, ni remotamente, entusiasmarse".
No tiene un lenguaje tan articulado. Es lo que traduces del malévolo brillo de sus reojos, de sus sarcásticas sonrisas laterales.
Pero tú pensabas, te decías: María, qué lejano está todo, qué irreal es todo lo que me rodea, como si en realidad nada existiera; qué silencioso, como si nadie hiciera ruido; qué pacífico, como si entre los demás y yo hubieran crecido protectoras murallas de cristal; como si ni en mi mente, ni fuera, estuviera existiendo nada: nada estuviera ocurriendo: simples imágenes como juegos ópticos de video musical, delirios y pesadillas como combinaciones fotográficas pulidas, rapidísimas.
Me sentía débil. Recordaba que me habían ardido los ojos de tanto dormir. Que quería quedarme así. Que podrías quedarte así, en blanco, sin ver ni oír nada de tu alrededor.
Todo lo escuchaba como ecos.
Todo lo escuchabas como ecos.
Chorreaba el surtidor de la fuente.
El chorro de la fuente.
Había un gran patio con una fuente azul cubierta de mosaicos. De niña me gustaba correr a mojarme los dedos en esa fuente. El patio de una casa con tejas, con enredaderas. Sí: las tías, ¿las tías? Las vi acercarse a mí, sonrientes, con sus vestidos largos y oscuros, sus trenzas; me sonreían, me amaban, me protegían... venían por allá; eran casi ancianas; me decían:
--María.
¿María?
No: era Melba: se estaba echando el tarot a sí misma: se echaba el tarot para todo, hasta para decidir qué ropa había de ponerse para ir a la discotheque, como si mejorara en algo. Pero llegaba ávida, con los ojos brillantes, como esperando realizaciones ciertas, segurísimas, inmediatas. ¿Las tendría? ¿Cómo se las arreglaría? "Celestina, putavieja".
Estaba chismeando con el tarot sobre mí: le preguntaba cosas sucias, escondidas, sobre mí; chismeaba sobre mí con las cartas como una comadre a la salida de misa. Hacía sucias teorías sobre mí.
El tarot le respondía.
A mí no quería leérmelo (claro que yo no quería saber mi futuro, no me importaba, ya no había futuro, ya se había quebrado aunque yo siguiera --ah, pero el pasado: me gustaría conocerlo esa tarde, revivirlo esa tarde, porque antes... había sido irreal: conocerlo es vivirlo: es más: recobrarlo, redimirlo, modificarlo: que volviera a ocurrir, ahora en serio, en las cartas del tarot). La infancia, la fuente, las tejas, las tías ancianas y buenas que se acercaban y me decían:
--María...
--¿María?
Indudablemente ya Melba había obtenido lo que quería saber. Lo exhibía en esa sonrisita socarrona de chismosilla malévola, satisfecha: colmada. Volteó a mirarme con tal atmósfera triunfal, casi obscena, casi resplandeciente: Melba sí lo sabía todo, el tarot le había dicho todos mis secretos --mi infancia, la fuente, las tejas, las tías-- y no me los iba a confiar por lo pronto porque no quería inquietarme... ¡Puta maldita!, putavieja, putavieja: "Celestina putavieja", como ella misma gritaba con acento madrileño, cuando le daba por el autoescarnio, la Melba. Llena, hinchada de mis secretos. Ahora cambió de inmediato las facciones, Actor's Studio a la mexicana, ¡guácala! Y según ella --otro personaje, la Bella Indiferente-- no había pasado nada. Se te acercó con una solicitud de monja enfermera, que te sobresaltó:
--María...
¿María?
--¿Quieres otro tecito?
No, yo no quería ningún tecito.
Por favor, Melba, nada de tecitos.
María, por favor nada de tecitos.
En el hospital, una monja sucia, una monja fea, una monja sargento, me había querido hinchar de tecitos. Me obligaba a tragar te a todas horas. Esa misma monja me había hecho un lavado de estómago. Sin la menor delicadeza. Con brutalidad. Con crueldad. Esa monja disfrutaba. Esa monja me odiaba. No: era el propio Dios que me odiaba porque había yo querido quitarme la vida.
"Es el único pecado imperdonable", me susurraba la monja al oído.
Estabas sudando entre tu bata y mantas y sábanas y almohadas blancas, en el cuarto blanco, y la Blanca Monja te hacía sudar más, sudores helados:
--Es el mayor pecado que el hombre puede cometer... No hay peor pecado que ése...
Pero ahora era el propio Dios quien me susurraba, con un aliento podrido de dientes inmemoriales y grasas indigestas. No: eras tú misma, María, me dije: tu cadáver resurrecto pero podrido a medias, seco a medias, terroso a medias como raíces de manglar, animal a medias como cabra atarantada en mitad de las funciones del rastro; alma a medias que todavía no se despoja de los sanguinolentos lazos corporales, de los coágulos: eras tú misma, guarecida por ropas blancas de monja, la que se inundaba de un sudor que te chorreaba hasta los labios vellosos, arrugados, de anciana o de feto, de Dios o de gato humanizado; la que me ordenaba perentoriamente:
--¡Duerme!
¿O eso era Dios? ¡Eso! ¿Eso era Dios? No: tenía que ser la Monja Podrida y Blanca:
--¡Duerme!
Y ahora sí, María, me dije. Por fin la autoridad te salvaba: qué relajación obedecer: obedecer al terror, al asco. Ser nada. Sentí cómo me iba aflojando, soltando --ríos, aguas, riego, tierras con aguas espumosas, florecillas-- para desvanecerme: para morirme de una buena vez, y para siempre.
Pero no: la orden era otra. Y ahora la Monja y Dios, María, te zarandean, te jalan, te queman la boca con una hirviente medicina:
--Traga --te ordena Dios con tu rostro leproso de cadáver insepulto, semirresurrecto, cubierto con velos de monja o sábanas de paciente.
--Aquí está tu tecito, Chula --dijo Melba.
Es nomás tila con valeriana, María, me dije.
Debes ser buena niña, María. Sería una ingratitud imperdonable no darle las gracias a la buena Melba, no sonreírle (¡La Monja, Dios!), no darle un trago al tecito.
En la pantalla de tele me parecía chistosísima la cara, la figura del cantante.
--Qué visiones --exclamé.
--Sí, está cuerísimo --dijo Melba.
No, pensé, está monstruoso: monstruoso, monstruoso, y me descubrí riéndome, y Melba también reía del gusto de que yo me volviera a reír (el tarot no se equivocaba jamás), pero yo no quería reírme, no, para nada: ya ni siquiera el cantante estaba en la pantalla, sino un locutor severo y anodino, ahora se trataba del pronóstico del tiempo.
--¿Qué, estás loca, chula? --me preguntó Melba, muerta de risa.
Me dolía el estómago de tanto reírme.
--Ya, ya...
Que ya no se ría Melba, por favor, que ya no se ría, pensaba: te hace reír, que ya no se ría. Pero Melba cree que realmente lo que quieres es reír más, María, se lo dijo el tarot (debió haber salido El Loco), y te hace caras bobas y hasta quiere hacerte cosquillas en la planta de los pies; y tú ya no aguantas más, por favor, y le muerdes la manga de la chaqueta, y entonces ella cree que se trata de jugar a los perros, y te ladra, y el eunuco gato Endimión salta despavorido de entre las cobijas, María, y ríes más, se te va a desgarrar el estómago...
Tocan.
(Los médicos, la monja, Dios.)
Te aterras, María. Pero no: No puede ser la monja. Ni tu hermana Elena, que es como monja. Ni Dios. Nadie sabe que estás aquí. Ni siquiera se imaginan quién se hizo pasar por tu esposo y te sacó del manicomio...
--Orita vengo.
Ahora, por primera vez, desde la noche del intento de suicidio, quedé realmente sola; en el hospital todos te vigilaban, María: ahora estás sola, sin que nadie te esté vigilando, frente a la tele que pasa un partido de beisbol.
Subí más el volumen con el control remoto, para no escuchar ningún ruido de la sala.
No, no podía explicarme nítidamente lo que me había pasado en los últimos meses; no recordaba más que había sufrido entonces una especie de enfermedad. Era como irme haciendo menos y menos. Todo me empezó a dar miedo. Me dominaban súbitos, irreprimibles accesos de cólera.
Todo se había complicado: un divorcio, un aborto, hasta una enfermedad venérea cogida en una claudicación bochornosa --cediste para castigarte más, como para ensayar cómo asesinarte, María, me dije--, en un hotel sucio, con un casi desconocido, un clarinetista que no quiso volverte a hablar siquiera. Noche en que te tomaron como puta y te trataron como a tal, María, me dije, me digo: y todo lo agradeciste, que siquiera te miraran, eso agradeciste desde los pedazos de tu autoestima como botellas rotas.
Tú atónita, María: no, te decías, no puede ser, se trata de una confusión, estoy loca, estoy delirando, esto no me está pasando a mí, yo sólo soy espectadora como en el cine; no, nada de esto está ocurriendo en serio, no es a mí, yo no me merezco esto, a mí no se me trata así: es una broma, una fantasía.
Y no: claro que era a ti, tú eras la puta ebria que no se estimaba nada y para nada, con los ojos ennegrecidos de rimmel, encharcados de un llanto obsesivo, y al clarinetista ya lo tenías más que harto, y ya se quería largar, y tú más le suplicabas, te le arrojabas a los pies, lo abrazabas, lo rasguñabas; estabas histérica, histérica, te gritaba el clarinetista: ¿por qué le pasaba a él esto de meterse con una histérica?, y mocos el madrazo, el desgarrón de la blusa, y el te calmas o te calmas, y el ¿no que no? Así se trataba a las viejas jodidas como tú.
Y el recuerdo te lo dieron con tu prueba de sífilis positiva.
Reprodúcelo, María, me estaba diciendo a mí misma esa tarde, refugiada en casa de Melba, frente al televisor prendido en un partido de beisbol, estruendos y rechinidos, para aislarme de la visita que reía en la sala; coge una hoja de papel y escribe una carta a nadie, la rompes en seguida, pero que llegue a escribirse siquiera, por un momento tan solo.
Sí, desde el principio de la decisión. Acogiste de pronto la idea de matarte casi con alegría, hasta con triunfo. Cuando todos y todo eran enemigos y te tenían agarrada del cogote, ¡escapabas! Te pusiste feliz con sólo pensarlo, ahora sí que como loquita, ¡escapabas!, y hasta decidiste celebrarlo. Llevabas días de no comer y se te ocurrió de pronto atracarte de galletas y chuparlas por aquí y por allá, niña loca, mientras te preparabas un cocktail infalible de nembutales. Paro cardiaco, ¡hummm...!
Tu cuarto se había vuelto un tiradero, sí, y a patadas, y aventando cosas, te hiciste un sitio cómodo frente a la ventana. El último brindis, dijiste, ¡ja! Y recordaste entonces a no sé qué romano que daba gracias a los dioses supremos porque, a final de cuentas, dejaban a cada hombre su propia salida del mundo.
Como quien dice: la libertad de levantarnos de la mesa de juego, decir: "No voy más", y salir a darse un tiro. Eso me estaba diciendo, me digo.
Pero ah, los días anteriores --¿días, meses, años?--, ¿cuándo realmente empezaste a sospechar que eras tú, María, la que tan duramente enjuiciaba la realidad, quien estaba mal o al menos quien resultaba más débil, y no los demás: no los que te rodeaban, que mal que bien parecían seguir su camino ajeno sin problemas?
Reproduce, María, la sensación de caer, la experiencia del fracaso. No supiste a ciencia cierta si se trataba sólo de una caída o del desastre, hasta que ya fue demasiado tarde y te encontraste diciéndote a ti misma: "Se chingó todo".
Antes de que alguien te gritara golfa o puta la primera vez, María, ¿cómo ibas a suponer que ya lo estabas siendo? Era tan sólida la certidumbre en tu juventud de haber nacido para ser fuerte y querida en una realidad que solía amoldarse a las exigencias que le ibas imponiendo.
Te es difícil, te es imposible, María, decir que ya no existe, que ya no eres esa chica de aire fresco, ideas naturales, cuerpo seguro. Segura de agradar y de gustar. La vida estaba ahí, dorada, y había que cogerla ya, estaba bruñida en su pleno instante, entre el follaje jugoso y verde.
Reproduce, María, reproduce: de pronto estás ya en el fondo del pozo, ya no hay muchas salidas hacia arriba. Y de cualquier forma, ya no tienes fuerzas para salir. Entonces lo sabes: tú no eres de las que triunfan, ni de las que se salvan, ni de las que salen, María.
Eso ya es casi una tranquilidad; hasta encuentras fácil hacer como si te desvanecieras, ponerte en blanco: no existes más. Se acabaron los tiempos en que todo vociferaba sobre ti: Dios y la monja y los médicos y tu hermana y los vecinos y el clarinetista que te gritaba:
--¡Con un carajo, pinche histérica, cállate de una vez!
De repente, todo mundo puede hacerle mal a una tan fácilmente, constatabas; que si los otros lo hubieran sabido, hasta con un soplo entonces pudieron haberte derribado, María; cualquier cosa te dañaba; constatabas, María, que ya no podías --no era elección, era simplemente poderlo hacer o no, como poder seguir corriendo o pararse, cuando ya no se respira--, que ya no podías materialmente vivir una hora más, ni media hora, ni siquiera cinco minutos más, ni un minuto.
Habías alcanzado al fin tu propio límite, ¡y escapabas!
Pero aquí estaban las voces. No quise abrir los ojos, no. No: Otra Monja. Otra Monja, no. Cerrar los ojos, huír antes de que te dejaran nuevamente, María, como en el hospital, con la Otra Monja.
--La bella durmiente --bromea Melba, enmudeciendo la televisión.
¿Será posible, putavieja? ¿Te está vendiendo: está vendiendo tu cadáver, María? No, que va: un conecte de mota, o cartas, o una limpia, o anda comprando-vendiendo cualquier aparato. Qué no haces, Melba.
Melba, Melba, vieja sórdida, hubieras querido gritarle: qué tanto le ves a la vida, por qué andas todo el tiempo en chinga para vivir más y más, y dinero y más, y el trago y la droga y más, y los vestidos y más, a tu edad: ¿Qué haces en secreto? ¿Alquilas hombres? ¿Tienes un padrote? ¿Con qué sórdida trampa te atrapó la vida y te tiene viviendo a toda velocidad? ¿No será que en el fondo eres una madre secreta, una madre abnegada, y los domingos te disfrazas y llevas el dinero sucio a un orfanatorio, donde está tu hija, a una güerita que es un primor de Dios?
¿Para qué tanta gula de vivir, bruja? ¿Para tu eunuco gato Endimión?
Mejor dormir, María, me dije. No vas a abrir los párpados por nada del mundo. No vas a dejar de fingir la respiración acompasada.
Junté mis escasas fuerzas y me ordené: ¡Duerme!
--Por poco se nos va viva --dice Melba--; fue una suerte que la vecina sospechara: como se repetía el mismo disco... Estaba re peda.
--¿Es alcohólica? --otra voz. Desconocida. Atractiva: juvenil. Pero algo ronca. Con una especie de suavidad apagada. No, no era C. El cuerazo de C.: el Caballo de Espadas, el feroz Caballo de Espadas, el salvador Caballo de Espadas. Con sus ojos tristísimos en ese rostro de ángel duro, de mandíbulas duras y facciones bien dibujadas, casi de niño, si no hubiera tanta dureza, tanta tristeza. Tu feroz Varón de Dolores. Él te salvó del hospital. ¡Si fuera C., que sólo se queda junto a ti las horas, callado, con un te o una cerveza, pero las horas, mirándote como al vacío! ¡Si fuera mi Caballo de Espadas!, me dije.
Pinche Melba: te exhibe como monstruo de circo, María, me dije. ¡La suicida! ¿Cuánto por manosear a la insepulta? ¿Cuánto por cogerse a la resurrecta? ¿Qué verguenza, qué ira: no abrirás los párpados.
--Borracha nada más, en los últimos meses. Con la depresión... Pero eso la ayudó --sabia, doctoral, la Melba.
--¿Cómo que eso la ayudó? --Por nada del mundo vas a abrir los párpados.
La voz suena arrogante y joven, espesa, atractiva, odiosa: imaginas tu rostro como máscara de cera, un semblante patibulario, apenas fantasmagórico en la semipenumbra azulada de la televisión: ¿se verán así los rostros convocados por los mediums?; el arrogante jovencito te cree vieja y acabada, y te examina con lástima o misericordia o con curiosidad morbosa o una cortesía embarazosa...
--Estaba tan peda que vomitó buena parte de las pastillas: se había tragado toda una farmacia.
--Debió ser guapa...
--Si todavía no ha muerto, tú...
Defiende su mercancía, la Melba.
No: no estás alucinando; adviertes que con el pretexto de cubrirte con una manta, el extraño te está tocando demasiado. Prepárate para las humillaciones, te dices, María. Dios, la Monja, la Otra Monja, el Clarinetista.
Pero Melba no lo va a permitir. Melba estará de tu lado mientras estés caída. Puedes confiar en ella: es lo que te queda. Y además, María, recuerda, cálmate: ahora sabes que ya nadie puede tocarte. Ya te tocaste a ti misma. Te violaste tú misma. Cruzaste la línea de sombra. Todas las fronteras. No hay vejación que no conozcas. Ya no hay nada que perder. Que digan lo que quieran. Tú estás lejos. Estás al otro lado. En la otra orilla. Estás lejos, estás lejos. Estás. Este no es tu cuerpo. No están hablando de ti.
--¿Cómo serán sus ojos?
--Déjala en paz. ¿No ves que está convaleciendo?
--Se ve tan pura, tan misteriosa, ¿Cómo serán sus ojos?
--Que la dejes en paz. ¿No ves que está convaleciendo?
--Se ve tan pura, tan misteriosa, tan...
--Ya bájale, pinche Toño --dijo Melba--, ¿cómo quieres que se vea? Se ve como una convaleciente --y lo sacó de la habitación.
Gracias, Melba, pensé.
Poco después me quedé dormida.
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BERNAL Y BEATRIZ
A Rafael Pérez Gay
Beatriz era una perdedora incorregible, obsesiva. No fallaba en atraerse la desdicha, con una especie de adicción imperiosa. Nos asombraba mucho su mala suerte. Como brújula, siempre le atinaba al fracaso. Primero, claro, cuando alguien acababa de conocerla, se preocupaba por ella: "Mira, mana, no seas tonta, no seas tan terca", y esto y lo otro. Nada. Le seguía yendo mal, metódicamente. Luego sus amigas hasta nos divertíamos con sus pesares; no por maldad, pues todas terminábamos de una manera o de otra siendo sus protectoras, sus admiradoras, sino como una especie de show, de teatro. La verdad, hasta la envidíabamos. A ella sí le pasaban cosas. Emma decía que al menos Beatriz sí se agarraba a patadas con la vida y hacía que le pasaran cosas, a huevo. Ella siempre tenía mucho qué contar.
Porque de veras se necesitaba harta imaginación para fracasar tantas veces, incluso cuando todo lo tenía de su parte, cuando menos se esperaban las contrariedades. Era la chica a la que le ocurría pelearse a gritos, a insultos desaforados, con su jefe (trabajó en la Secretaría de Turismo y en una agencia de viajes: claro, con ese palmito, se conseguía puros buenos trabajos), precisamente al día siguiente de un ascenso por el que había luchado meses; y se quedaba de pronto en la calle.
Le estallaban los hornos, las lámparas, porque sí, nomás a ella; le arrebataban la bolsa en la calle, le rasgaban en el metro su mejor vestido. Los agentes de tránsito la detenían exactamente cuando no traía consigo la licencia de manejar, ni dinero para la mordida, y andaba más deprimida y encabronada que nunca en un coche ajeno, prestado, sin papeles; de modo que no podía evitar gritarles improperios en mitad del periférito e ir a dar a la delegación, con todo tipo de multas por faltas a la autoridad. Desde ahí me llamaba por teléfono: "Estos cabrones. Me quieren cobrar a mí sola el periférico entero, como nuevecito".
Me decía la Nena, aunque yo le llevaba varios años. No recuerdo cómo la conocí. Seguramente en las tocadas, en las fiestas. Lo primero que me acuerdo bien de ella fue una noche en el Estudio 54, que quedaba por la estación de Buenavista y abría toda la madrugada, pero ya para entonces nos tratábamos bastante: Beatriz estaba toda madreada, convulsa, medio borracha; me pedía bañada en llanto, como una hijita, que por favor la sacara cuanto antes de ahí, que todas las ficheras del cabaret le tenían envidia y la querían matar, y me la llevé a la casa.
Yo compartía entonces un departamentito en la Colonia San Rafael con Marta y Emma. Marta trabajaba entonces de maestra de secundaria, en una escuela de monjas: iba así por las mañanas, muy cara lavada, muy "no hice nada malo en todito el fin de semana", a enseñarles historia y literatura a las espantosas enanas uniformadas del colegio de monjas. Lo que una no hacía entonces para ganarse algún dinero. Luego la Marta mejoró, porque era muy empeñosa, terminó su carrera en la universidad y agarró chamba como periodista, en una revista de modas. Emma ya trabajaba por su cuenta, una tigresa para el comercio: vendía productos para el hogar, que Avon, que Stanhome, para damas encopetadas. Ahora hasta tiene su propia empresa, muy patrona la Emma.
Marta y Emma la aceptaron muy bien, la consolamos. Nos acomodamos ahí en el departamento las cuatro como pudimos, con harta buena voluntad. Estuvo con nosotras año y medio. No colaboraba con un solo centavo porque no tenía trabajo fijo en ese tiempo, pero siempre había amigos que le regalaban cosas, o se daba maña para robarse cosas en las tiendas. Así que a veces cenábamos nomás quesadillas o bizcochos con leche, y a veces hasta salmón y champaña, cuando Beatriz vivía con nosotras. Luego conoció a un violinista y se nos perdió dos meses. Regresó peor que antes.
Pero Beatriz se reponía de sus golpes y caídas con gran facilidad. La naturaleza era buena con ella. En sus buenos días, que eran los más, andaba alegre y rejuvenecida, muy semejante a la chiquilla traviesa de buena familia que un día, cinco años atrás, porque sí, sin que nadie se lo esperara, había armado el gran escándalo en su casa, en Córdoba, Veracruz, y escapó a la Ciudad de México con solo la ropa que traía puesta. Tenía fotos de cuanto estaba en la escuela, con su uniforme y cara de no romper ni un plato.
Beatriz era también buena para los comienzos, para empezar casi desde cero, con buena cara, seduciendo a medio mundo. Brillaba como joya. Toda la gente se volvía su mamá, su novio, su abuelita, su alma gemela, su hermano del alma. Un angelote así de este tamaño, tenía la Beatriz. La noche que conoció a Bernal estaba más bonita e inspirada que nunca. Traía un vestido caro, amarillo, que se había robado por ahí. En sus buenos momentos hasta el amarillo le quedaba bien. Antes que se vieran yo sentí el click que habrían de hacer. Era inevitable.
Bernal parecía un muchacho de revista, con los que Beatriz siempre soñaba; no solo se veía muy guapo, medio deportista, medio junior, medio "aquí yo por encima de todas las cosas y todo me vale madre"; sino que vestía, se movía, miraba, sonreía con elegancia de modelo profesional; y su ropa, sus modales, sus joyas tenían el brillo del dinero. Olía con ganas, enrarecidamente, a dinero y a juventud concentrados, y a buena vida, el Bernal. Parecía nuevecito, un cuerote alto, apiñonado, anguloso, de no sé que islas de paraíso recién desembarcado en México, ¿no? Bien fuerte pero no musculoso, sino recio y esbelto como un bailarín. Ves que los bailarines son más recios que los atletas, pero no están boludos, sino más ligeros, más ágiles. La Marta dijo luego que la hacía pensar en Montgomery Clift.
La cara no me convencía mucho. Era perfecta, claro, pero como de cromo, como de santo, que dice la canción: "Tus ojos tristes como de santo". Era semejante a todos los niños bonitos de todos los anuncios, que hasta parecen hechos con molde, en serie. Todos con nariz del David de Miguel Angel. Hasta pensé que ya lo había visto antes, en uno de esos grandes anuncios del periférico, anuncios de lociones, de trajes, de valores financieros, o en una revista de modas; o en la tele, de cantante. Pero eso ya me había ocurrido otras veces. Todos los chicos demasiado guapos se parecen entre sí, y son igualitos a los de los comerciales. Pero yo ya no era ninguna ingenua. Y además, muchos juniors, muchos chicos ricos, pues también andan así con las facciones perfectas y sus "ojos tristes como de santo". Pensé que el Bernal simplemente era un pollo fino, de raza, hijo de mamá bonita, nieto de abuela bonita --ves que a los hombres con dinero les da por casarse con puras muñecas perfectas, dizque para mejorar la raza--, como los que encuentras en las universidades de ricos, en los campeonatos de surf y de velero. Chico de "raza mejorada", pues.
Olía a dinero, a familia con dinero, a una vida regalada con harto dinero. Entonces pensé también en Beatriz: "Ahí vas otra vez, manita". Porque a todas nos encantaban los príncipes, pero las otras chicas ya habíamos aprendido, unas a los quince, otras a los dieciocho años, que los rorros y las caras bonitas y los príncipes con cuerpazos perfectos sólo traen problemas. Y los grandes príncipes, grandes problemas. Por cierto, nunca supe de dónde venía Bernal, nunca hablaba de su niñez ni de su familia.
Pero Beatriz no aprendía. Y eso que todos sus líos habían comenzando por un galán, un galán arrabalero, veracruzano, de bohío, un padrotón, José: un muñecazo amulatado que ganaba todos los concursos de baile en Córdoba, especialmente los de cumbias. Beatriz se las arregló primero para escaparse de las fiestas de sus compañeros de escuela; se disfrazaba de chica pobretona y mala, con mucho maquillaje, mucha minifalda, e iba a dar a los bailes populares, como la princesa del cuento, que todas las noches se gastaba las zapatillas en un baile misterioso. Ahí conoció al mulatazo, a quien dizque le iba mal en la vida, la gentes cabronas nunca le daban trabajo, siempre le quedaban a deber dinero... Pero José estaba ahorrando para largarse a la Ciudad de México, o de plano a los Estados Unidos. Y le prometió a Beatriz que se irían juntos de esa ciudad hipócrita y aburrida, que iban a conocer mundo, que la iban a pasar de veras super. José tenía su ilusión: ser piloto aviador; Beatriz iba a ser azafata. Los dos juntos se iban a pasar la vida dándole vueltas al mundo.
Se le ocurrió entonces a Beatriz una solución mágica. Sus papás tenían una tienda grande de aparatos electrodomésticos, Almacenes Márquez, y ella a ratos, por la tarde, ayudaba a despachar o a cobrar. Estaban de moda unas caseteras rojas, que parecían platillos voladores y tenían mucha potencia. Si alguien prendía una casetera en alguna banca de la plaza principal, la oía toda la gente que tomaba cerveza en los portales.
Su papá le había regalado una casetera roja, la primera que se vio en Córdoba, y ella la traía consigo para todas partes; en la escuela siempre se la andaban recogiendo. Nadie encontró extraño que Beatriz se la pasara todo el tiempo con la casetera a todo volumen, con canciones de José José ("¿Y qué? ¿Al fin te lo han contado, amor? Bueno: ya conoces mis defectos"), entrando y saliendo de la tienda ("Que un hombre que ha sido como yo acaba por volver a su pasado"). Pero a veces no salía con su propia casetera, sino con un aparato nuevo, que hacía pasar por el suyo, cante y cante con la canción a todo volumen ("Yo he rodado de acá para allá, fui de todo y sin medida"), y se lo daba a José, quien la estaba esperando en la plaza; José lo vendía e iban mas o menos a mitades. Así se divertían e iban juntando para el viaje.
Un sábado que su padre hizo inventario, aparecieron debajo de unos estantes, dobladitas, diez envolturas de cartón de las caseteras rojas. Error típico de Beatriz: pensó en cómo robarse las caseteras sin que nadie se diera cuenta, pero no en cómo deshacerse de las cajas en que venían, nomás las doblaba y las echaba con el pie debajo de los estantes. "¿Pero qué hiciste con el dinero? Si no te negamos nada. ¿Qué necesidad tenías de robarte esas caseteras?", le gritaba su papá, golpéandola recio y tupido por primera vez en su vida.
Beatriz decidió largarse de su casa antes de lo previsto, inmediatamente. Pero, por supuesto el mulatazo José no apareció ese día, ni los siguientes; Beatriz lo esperó casi un mes, soportando los castigos, las humillaciones y los largos interrogatorios de sus padres. Ni las luces del mulatazo. Nadie sabía de él, y ninguno de los amigos de José tenía ganas de hablar con ella. En un descuido del papá, Beatriz tomó un buen fajo de billetes de la caja de Almacenes Márquez y nadie ha vuelto a saber de ella en la pintoresca ciudad de Córdoba, Veracruz, en cuyos bailes populares ha de seguir reinando como dueño y señor de la cumbia, José, el mulatazo. Me vino a la memoria esa aventura cuando vi por primera vez a Bernal. "Ahí vas otra vez, manita".
Habíamos caído por azar en una fiesta en la que no conocíamos casi a nadie. Nos especializábamos en pescar fiestas finas, donde hubiera música decente, moderna, buena bebida y bocadillos, y no puro bailotazo en azoteas o patios de vecindad, con música de pura pinche estación de radio, con todo y comerciales; fiestas finas con galanes un poco bañaditos, ¿no?, con modales, con conversación, que supieran tratar a una dama; que siquiera se peinaran de vez en cuando, pues; porque de ligues callejeros o del metro estábamos hasta la coronilla, y luego la necesidad hace al ladrón: los chamacos que no tienen en qué caerse muertos, luego la hacen a una pagar las cuentas, o le roban a una hasta la bolsa y cosas peores.
Beatriz era la mejor en esas fiestas, porque había sido educada como niña rica, se le veía pues como dicen la cultura, y de inmediato estaba ya riendo, discutiendo, abriendo tamaños ojotes, de grupo en grupo, ora sí que moviendo como marquesa el abanico. Casi toda la gente era un poco falsa, todos se hacían pasar por cantantes, por ricos, por celebridades, con grandes modas y peinados de lujo. Yo, más o menos relegada junto a un muro, con Marta y Emma, apostaba en silencio a cuál de todos esos maniquís era auténtico, y cuáles puras secretarias y oficinistas como nosotras, representando el papel del gran mundo. Bernal tenía que ser auténtico: se veía distante, aburrido, despectivo. Solitario como un cachorrote de exposición canina. "¡Guauu! ¡Quiero...!", pensé. Vi cómo Beatriz se le acercaba, le hacía conversación, se reía con grandes aspavientos, sacudiendo su cabellera esponjada; insistía, le alisaba las solapas del saco de lino. Fracaso. El muñeco de portada de revista la dejaba hablar como quien deja caer la lluvia, y por encima de ella miraba con desencanto, casi con desaprobación, el curso que seguía la fiesta. Beatriz no fue persistente y al rato me la encontré en el extremo opuesto del salón, bailando con otro muchacho que también olía a billetes.
A mí me había sacado a bailar un estudiante de contaduría, Rolando, quien pocos minutos después me convenció de que nos escapáramos de esa fiesta de mamones. No era un precioso ni un gran partido el Rolando, más bien chaparro, ya empezaba a engordar, hasta se me hacía un poco aburrido, un poco apático; pero duramos varios meses, e incluso ahorita seríamos marido y mujer, si yo lo hubiera aceptado. ¿Pero en plena juventud colgar de plano las armas e irse a amamantar hijos a un departamentito, en una miserable unidad habitacional en plenas afueras de la ciudad, que ya entonces estaba pagando a plazos? Ni loca, dije yo: ya habrá tiempo de sentar cabeza, la juventud es lo primero. Rolando me llevó esa noche a su departamentito, un huevito con dos o tres trastes, más allá de la entrada de la ciudad, me parecía que ya estábamos de plano en Pachuca, y no me regresó sino hasta al día siguiente, que era sábado, después del mediodía. Marta y Emma estaban alarmadas, en un grito. Que Beatriz y yo éramos unas bárbaras, desaparecernos así, sin avisar ni nada; que no se querían meter en nuestras cosas, pero así desaparecer nomás, no se valía. "¡Pero si yo no sé nada de Beatriz! La dejé con ustedes, bailando".
"Dios mío, que ahora sí no le vaya a pasar nada. No se ha reportado. Ni un telefonazo", dijo Marta, la maestra, que era la más preocupona, el andarse preocupando demasiado de todo ya era como su vicio profesional. Beatriz se apersonó hasta las nueve de la noche, medio borracha, unas ojeras hasta el piso, con Bernal, a quien venía casi arrastrando, casi dormido, hecho una facha, con la boca inflamada y el saco de lino desgarrado. Entre las tres lo curamos, lo encueramos, nos lo fajamos, cagadas de risa --casi ni respingó con el merthiolate que le puso Marta en los labios heridos, de lo muerto que venía-- y lo metimos a una cama.
"Es un divino, manas, pero un atascado. ¡Si les contara todo lo que se metió! Le entró a todo: mota, coñac, coca, pastas, varias pastas. Uhhh. Anduvimos de fiesta en fiesta, en las Lomas, en el Pedregal, al mediodía estábamos en una quinta maravillosa en Malinalco. Pura gente especial. Puras estrellas, puros jefes, harto dinero. Ni parecíamos estar en México, sino en Florida, en California. Todos alrededor de la alberca tomando cocteles y platicando obscenidades, pero de las gruesas, y sin que nadie se espantara de nada, todos así como muy tolerantes, como de mucho mundo, muy intelectuales. Increíble, divino el Bernal, lleno de vida; me divertí con él como nunca". "Ten cuidado, manita", le dijimos las tres, en coro.
Entonces nos contó Beatriz que efectivamente todas conocíamos a Bernal, aunque no nos hubiéramos dado cuenta. No se parecía a nadie: era el mismo que uno o dos años atrás habíamos visto en todas partes, todo el tiempo, hasta en la sopa: en la tele, en las revistas, en anuncios. Aún quedaban fotos monumentales de él en algunas estaciones del metro. Y si nos fijábamos bien, lo podíamos reconocer en la foto estilizada que todavía traían las envolturas de los calzoncillos que anunciaba. Era el modelo exclusivo de Calzoncillos Chuza.
Corrimos a verlo otra vez, encuerado, en la cama, roncando suavemente. Era de una fragilidad casi excesiva, objetaba Emma, que tenía gustos un tanto otoñales y despreciaba a los jovencitos; prefería panzones entrecanos y casados, que pudieran enseñarle realmente algo de la vida. Ahí en la cama, perdido en su sueño pesado, parecía casi un niño. Decidimos que estaba mejor en los anuncios a color: más torneado, más bronceado, más viril. Marta opinaba que las tetillas, el pecho peludo, la cintura de atleta, la pelusilla de las piernas lucían mejor con los tonos rojizos de la publicidad. Echamos de menos los calzoncillos suaves, de colores pastel y adornos fosforescentes, que querían competir con Calvin Klein.
Nos servimos unos tequilas para celebrarlo, sentadas en la cama, a su alrededor, traviesas, muertas de risa, como brujas disolutas en torno a un pastorcito sacrificado. Lo estuvimos manoseando otro rato, dizque mientras le acomodábamos las sábanas. Apenas si gruñó un poco, sin llegar a despertarse. "No te preocupes, todo está bien, mi amor. Duérmete", le dije yo. Me acuerdo que me impresionaron sus pies, mejor arqueados, los dedos más parejitos y tersos que los de una muchacha. Hasta quise pintarle las uñas y ponerle unas medias.
No, no habían cogido, reconoció Beatriz: Bernal le había salido puto. "¡Pero claro!", gritó Emma, casi triunfal, "¡cuando se pasan de bonitos, se pasan al otro lado!". Marta lo vio más bien con ojos de lástima y comprensión. Ella leía muchos libros y admiraba a los jotos, que en ocasiones eran muy creativos, decía, con mucho talento, como compensanción de lo que les faltaba, ¿no?, y muy elegantes, muy finos, bueno, para la Marta todos los jotos eran casi como estrellas de cine.
Bernal sufría demasiado el pobre, nos contaba Beatriz. Mientras que el resto de los mortales, al ver su entrepierna fabulosa, ceñida por Calzoncillos Chuza, en un gran puente del periférico, alzaba hacia él los ojos y los deseos como hacia un artista de televisión o un semidios, decía Beatriz, allá arriba, más arriba, entre los productores y los empresarios que lo habían contratado finalmente, después de dos o tres años de hacerla de extra en telenovelas o de bailarín en coros de segunda categoría, lo trataban peor que a mujerzuela, que a esclavo. Como esclavo sexual, pues.
Le seguían pagando su buen sueldo, claro, para que su imagen no anunciara otros productos que Calzoncillos Chuza, pero no lo dejaban tan fácilmente ni cantar en un palenque (aunque cantaba mal, tipludito), ni hacer un papelito en una película (aunque tartamudeaba y se ponía tieso frente a las cámaras). Nada. Para todo tenía que pedir permiso, y hacer grandes méritos. "Y qué méritos, manas, de veras que yo no había oído de tanta maldad en el mundo", exclamó Beatriz, escandalizada. Ni siquiera le seguían tomando fotos. Le habían tomado ya como cien mil fotos.
De modo que Bernal se la pasaba entre albercas y fiestas, sobreviviéndose a sí mismo, imitando las poses de los anuncios, los labios húmedos, los ojos entre deseosos y nostálgicos, sonriendo cuando lo reconocían y le hacían chistes sobre los Calzoncillos Chuza, soñando que su oportunidad de ser una estrella vendría después, cuestión de tener paciencia. Dejándose financiar por cada ruco, por cada esperpento. Beatriz había visto cómo, en Malinalco, junto a la alberca, un productor de tele viejísimo, bien influyente, al que nombraban Ponce, ya medio podrido él, como oliendo a tumba, le ofrecía un viaje a Orlando; y cómo Bernal, más drogado e indolente que una planta, se dejaba traer y llevar y veía con ojos soñolientos cómo otros decidían por él. "Sálvame, manita, mi ángel de la guarda. Llévame de aquí, adonde sea, pero sácame de aquí, ahorita", le había suplicado a moco tendido, cuando el ruco putrefacto de Ponce lo derribó de su silla con un bofetón.
"Los cabrones no lo van a dejar salir vivo de Calzoncillos Chuza, nos dijo Beatriz. Cuando su contrato termine, ya va a estar arruinado, bofo, con los nervios destrozados, en una clínica de desintoxicación o algo así. Y sin un clavo. No ahorra nada. Con ese tren de vida, nomás junta deudas". La tragedia de Bernal era que, a pesar de su éxito como modelo, seguía siendo un buen chico, tímido y sensible, pensaba Beatriz. Entre puros tiburones podridos, vulgares. Entonces los viejos maricones empresarios, productores, directores, los mandamases de la publicidad y el espectáculo, pues, primero lo cortejaban y lo llenaban de regalos, pero luego, a la hora de cumplirles como macho en la cama, Bernal nomás no podía. "¡Pues cómo va a excitarse ningún muchacho con semejantes lagartos podridos!", exclamaba Beatriz, indignada. Entonces lo insultaban, lo acusaban de parásito, de impotente; se lo cogían, lo ponían a hacer strip-tease en las fiestas privadas, a mamar y a dejarse coger en público por lo invitados y hasta por los meseros; y luego a veces lo madreaban. Todo porque era un fraude. Un cuero de látex, de vinil, le decían.
Y Bernal no se defendía, les había agarrado pánico, les pedía perdón, trataba de congraciarse con ellos, se esmeraba para medio cumplirles como macho; tomaba jalea real, vasotes de mariscos, todo con tal de no le declararan la guerra, porque decía que cuando alguien se peleaba con uno de los podridos, era como si se peleara con todos y no le volvían a dar ningún contrato de nada. Y no alcanzaba a explicarse cómo fulano y sutano, así, fácilmente, sin ponerse nerviosos, sin asco, sin nada, les cumplían a sus podridos sin contratiempo alguno. Así, como si jugaran futbol, o se echaran una cascarita por la calle. Creyó que de veras era impotente y hasta fue a ver a un sicoanalista.
Para entonces los rucos,los podridos, ya lo habían catalogado como un falso galán que a la hora de la hora nada de nada, y lo ocupaban nada más de anzuelo. Yo pensaba que cosas así, de maldad tan elaborada, sólo pasaban en las películas viejas. Como su contrato lo obligaba a asistir a eventos sociales y fiestas en el plan de la imagen de Calzoncillos Chuza, lo hacían ir guapísimo a todos lados, a brillar, y claro que atraía a muchos chicos y chicas cuerísimos, con los que de inmediato los podridos entraban en contacto, y les ofrecían esto y lo otro.
Así reclutaron incluso a Beatriz, junto a esa alberca de Malinalco, porque te digo que en sus buenos momentos, la Beatriz era muy guapa, guapísima; no sólo bonita, sino muy hembra, caballona, de gran alzada, "yegua fina", como se dice vulgarmente. Y más cuando se lanzó como leona contra el podrido de Ponce que le había pegado al Bernal, y lo rasguñó, y lo insultó; pero mientras ella le gritaba y le pegaba, el ruco, que era bicicletón, bueno, que ya era de todo, tocho morocho, la manoseaba de lo lindo, pero hasta el fondo, con dedos y todo, y terminó ofreciéndole también a ella un contrato de modelo, ahora de una marca de pantimedias. Pantimedias Konstanze.
Beatriz decidió entonces cuidar a Bernal, acompañarlo, protegerlo. Lo adoptó como su alma gemela. Lo llevó a nuestra casa para sacarlo del medio nefasto de los espectáculos y de la publicidad. Pero al día siguiente, cuando estábamos desayunando, y le decíamos a Bernal que si de veras quería rehacer su vida y el buen camino y etcétera, podía trabajar muy bien en algunos negocios modestos, como empleado de una tienda o de un restorán, para empezar, llegó a la casa un adorno floral, enorme, carísimo, para Beatriz. Era del podrido rasguñado. "Si el señor Ponce en el fondo no es tan mala persona...", dijo Bernal, como resignándose a pesar de todo a su destino, que al menos no tenía que ver con ser empleado de tiendas o restoranes. "¿Pero cómo carajos supo nuestra dirección?", rugió Emma. Todas comprendimos, sin necesidad de palabras, que Beatriz había aceptado al lagartón. Al anochecer salió despampanante, con Bernal. No la volvimos a ver en varias semanas. Recuerdo que Bernal se veía más atractivo que nunca con su inflamación en los labios, sus manchitas rojas de merthiolate: era como el detalle vivo, sensual, que humanizaba su belleza. Hice que me besara largo en la boca con esos labios, nomás de travesura. Y me relamí el sabor del merthiolate.
Nos empezaron a invitar a algunas de sus fiestas, de sus cocteles. Actuaban como novios, y yo me preguntaba si Beatriz había conseguido reformar a Bernal, o si solamente fingían para protegerse mutuamente de los lagartos; e incluso me pregunté si la desaforada de Beatriz no había llegado al extremo de también emplearse como carnada de Ponce, reclutando ninfas y efebitos para los caimanes. No quise creerlo. De cualquier manera, seguía tremenda. Nos daba, ahora sí, bastante dinero, "a cuenta de mis deudas", decía, con su sonrisa irresistible. Y también joyas, que les robaba en las fiestas a las borrachas. Nos hicimos las tres de unos colgajos divinos. Brillaba más que nunca. Se veía más hermosa que nunca al lado de Bernal, como verdaderos príncipes de cuentos de hadas.
No llegó a aparecer su foto en ningún anuncio de las pantimedias Konstanze, pero sí, muchas veces, adorable, en la sección de sociales de los periódicos. Recorté varias. Así algunos meses. Hasta pensé que uno encuentra la fortuna donde menos lo espera, y que Bernal, a pesar de todo, era su amuleto contra su inveterada mala suerte; que ahora sí Beatriz iba a tener la felicidad que merecía. Y que Bernal también, con ella, como que contaba con quien lo defendiera. Cuando a una la asedia tan rigurosamente la mala suerte, no hay como un buen amuleto. Y ellos, felices, se habían encontrado el uno al otro, preciosos, se iban a comer el mundo mientras siguieran juntos, pensaba. Entonces, en la sección policiaca de los periódicos, apareció su foto, con Bernal: presos por tráfico de drogas.
Marta, Emma y yo la fuimos a ver una mañana de domingo a la cárcel de mujeres. Ibamos preparadas para encontrarla en medio de la desdicha, pero también a ver cómo se sobreponía a ella y de pronto la dejaba atrás, rumbo a una nueva aventura. Nos habíamos acostumbrado a no tomar tan en serio sus fracasos, era como una artista de la derrota, una trapecista de la mala suerte, que a final de cuentas, después de tantos tropiezos, todavía hacía poco tiempo la habíamos visto entera y reluciente. Por eso nos impresionó más verla amarilla, abatida, flaca, casi sonámbula. Se daba por vencida, se rendía finalmente. Nos sonrió con una mueca demacrada y no llegamos a conversar gran cosa con ella, a todo nos respondía con frases breves, mecánicas, ausentes. Era el fin.
Las acusaciones de tráfico de drogas se mezclaron muy pronto en la prensa con rumores escandalosos, que hacían aparecer a Beatriz y a Bernal como cabecillas de una banda que era a la vez una secta satánica, empapada de santería caribeña, que de los ritos de sacrificios de animales había avanzado a los sacrificios humanos, para asegurar el éxito, el vigor y la salud de sus agremiados, entre los que había banqueros, senadores, estrellas de cine. Se hallaron amuletos de huesos humanos y cadáveres mutilados en diversos ranchos y quintas de narcotraficantes, policías, políticos y gente de los espectáculos. Desenterraron la mitad de una niña en el jardín de aquella quinta de Malinalco. (Bueno, dicen: ya sabemos en México que la policía inventa las pruebas y los cargos que quiere de cualquier cosa contra quien se le pega la gana, así que yo ni creo ni niego nada.) Nuevas investigaciones sacaron a relucir fotos en las que aparecían personas famosas, y también Bernal y Beatriz, vestidos como sacerdotes de películas de horror. Así: caftanes, turbantes, cucuruchos, tiaras, cetros, collares, tatuajes. Beatriz declaró que eran fotos de una fiesta de disfraces. "Si nosotros no sabíamos nada de eso, ayudábamos a divertirse a los rucos, eso era todo, nos la pasábamos en el reventón, nada más", decía.
Otro domingo que la fuimos a visitar, la propia policía de la cárcel nos secuestró a las tres y nos encueró, nos manoseó hasta por donde no, nos fichó y nos estuvo interrogando como a sospechosas, con amenazas de tortura, casi veinte horas: Beatriz se había fugado prodigiosamente, como si los ritos satánicos la hubieran vuelto invisible. Finalmente nos dejaron ir, aterrorizadas, como escapadas de la tumba por un pelito. Marta y Emma ya no quisieron saber nada de Beatriz, y de hecho, poco después nos separamos, por muchas razones, pero sobre todo porque ya la juventud se nos estaba acabando y empezamos todas a sentar cabeza. Quién lo dijera: las tres salimos amas de casa bastante respetables. Yo de plano me casé por la iglesia y de blanco.
Pero yo nunca me creí el cuento de que así, por arte de magia, Beatriz se hubiera escapado y me sospechaba lo peor: que el podrido Ponce la hubiera mandado matar dentro de la cárcel, para que no soltara más información. Y me dolió: ves que la quise como a una hermanita. Y como soy un poco parecida a ella, en lo terca y enloquecida, un domingo, dos años más tarde, sin más me apersoné en el Reclusorio Sur para hablar con Bernal. Ahora sí iba preparada a situaciones tremendas. Había visto en mi vida las suficientes películas sobre cárceles para saber lo que les pasa a los muchachos jóvenes y guapos, sobre todo si son jotos, en una cárcel, entre delincuentes salvajes de la peor ralea que llevan años sin mujer.
Me lo imaginaba enfermo, esclavizado, denigrado, violado, obligado a todo tipo de servilismos y humillaciones, golpeado, acuchillado incontables veces por todo tipo de caníbales y orangutanes. Iba a ver la momia o el cadáver del príncipe que había sido Bernal, ora sí que lo que quedara de él. Pero lo encontré perfectamente. Claro, sin la cabellera, la ropa, las lociones, el resplandor de antes, pero sano, creo que hasta con mejor color, sonriente, tranquilo y ya como un poco afeminado, que no lo era antes. No se trataba precisamente de algún ademán o expresión nuevos, sino de una actitud totalmente femenina, como de señora de clase media. Por fortuna, me dijo, no le había tocado sufrir vejaciones de los demás presos: don Edmundo lo defendía. Se habían conocido desde antes, pero en la cárcel se habían enamorado. "El primer amor de mi vida, el único; déjame que te lo presente, Nena".
Me imaginé uno de los potentados podridos que habían destruido a Beatriz y traté de reprimir mi rabia. Pero no, a quien me presentó fue a un hombrecito moreno con pelos de púas, flaquito, humildón, casi enano, cacarizo, con bigotitos chorreados y dientes de oro; era exageradamente machito y andaba todo tieso como charro, y parecía tener gran ascendiente entre los demás presos. Le tronaba los dedos a cada preso fortachudo, le daba órdenes perentorias a cada preso gigantón.
Apenas le llegaba al pecho a Bernal, pero mi viejo amigo le rendía culto como recién casada, lo miraba con ojos de adoración, le alisaba el pelo, le cogía la mano mientras conversábamos. Lo llamaba papi todo el tiempo: "¿Verdad que sí, papi", como si para cualquier cosa necesitara su apoyo, su autorización. Don Edmundo había sido durante años el cocinero personal del señor Ponce, todavía prófugo. "¿Y qué han sabido de aquélla?", pregunté en clave, como en telenovela de misterio.
Bernal rió ampliamente, don Edmundo a carcajadas; miraron hacia todos lados y me enseñaron furtivamente una fotografía: Beatriz con uniforme de azafata de una compañía aérea europea. Se veía más hermosa que antes. Vi con envidia que Beatriz era de las muchachas guapas que no pierden nada con la edad, por el contrario, como que van ganando sensualidad, picardía, que sé yo, conforme se convierten en señoras. Porque mi diablilla ya tenía todo un porte de gran dama. En cambio yo, por más dietas que hago... "Por fin realizó su sueño", dijo Bernal, "anda dándole la vuelta al mundo; con un nuevo nombre, claro".
No pregunté más. Pero salí feliz de la cárcel. Por mí, por Bernal, por Beatriz, hasta por don Edmundo. Me llegó el tiempo de casarme y mi primer embarazo, el de mi hija Rosita. Fui a celebrarlo con mi marido a un restorán caro de Polanco, La Donna del Lago, de comida italiana; y que nos vamos encontrando a Bernal, guapísimo en su tuxedo, de parar el tráfico. De nuevo príncipe, director de orquesta, banquero en una recepción de gala. Aunque yo lo prefería, desde luego, como modelo de Calzoncillos Chuza, no hacía mal papel, me dije, como modelo de tuxedos.
"¿Pero qué estás anunciando, alma mía? ¿O que celebras, mi amor? ¿Cuándo saliste?", le pregunté a gritos, creyendo que había ido al mismo restorán a una comida de gala. A lo mejor lo estaban presentando como modelo exclusivo de una gran marca de tuxedos, o al fin había conseguido un estelar en la televisión. Bueno: era solamente --pero muy feliz-- el nuevo capitán de meseros de La Donna del Lago. Don Edmundo, el dueño, nos mandó champaña gratis.
"Por cierto, me susurró Bernal, hay noticias de aquélla. Abandonó la aviación el año pasado. Su nuevo giro son las alfombras persas: hace poco huyó de España, con pérdidas cuantiosas, pero está a punto de tomar Amsterdam por asalto."